Historias de terror

Desde la oscuridad

Muchos nos damos por vencidos con facilidad. Aceptamos la derrota como “algo más” de la vida. Tratamos de ignorarla y seguir como si nada ha pasado. No es que sea una mala filosofía, conozco a muchos derrotados que tienen vidas plácidas y tranquilas, aunque estoy seguro que no es por la que ellos habrían apostado.

Existen toda suerte de derrotas. Derrotas financieras. Trabajos mediocres con salarios aún más mediocres. Y nos conformamos. Derrotas en el estudio. Siempre estamos posponiendo los estudios de nivel superior, a veces ni cursamos los de nivel medio. Y nos conformamos. Derrotas deportivas. A veces le vamos a equipos fracasados. Nos acostumbramos a la derrota. Y nos conformamos. Derrotas en el amor. La chica de nuestros sueños está con alguien más. Fingimos que no pasa nada. Y nos conformamos.

Hay derrotas y derrotas, algunas más fáciles de sobrellevar que otras. Pero todas duelen. Todas nos marcan. Todas nos arrancan un pedacito de esa energía con la que nacemos, de esa halo de vida. Hasta que al final no somos más que cáscaras vacías. Unos autómatas que se conforman con aquello que la vida nos dio, y seguimos y seguimos, sin sentido, sin rumbo, aceptando con la mano extendida y la vista gacha las sobras que el mundo nos deja. Y así, hasta el final de nuestros días. Una vida más entre millones. Una muerte más.

A mis dieciochos años, las derrotas más amargas que he sufrido han corrido por cuenta del amor. Y es comprensible, piensen que la mayoría de los jóvenes no tenemos que preocuparnos por nada más, ya que los autómatas de nuestros padres suplen el resto de nuestras necesidades. Yo, que hasta hoy no me había considerado un mal chico, he sufrido en el amor como pocos.

Mi última derrota ocurrió a manos (o debería decir a labios) de una chica llamada Vanessa, que hasta hace sólo tres días “dis” que era mi novia. Estábamos estrenando el mes del amor, pero como a mí no me gusta ser del montón, quise sorprenderla días antes del tan famoso “14 de febrero”. ¡Y vaya que sí fue una sorpresa! Con la diferencia de que el sorprendido fui yo.

Ese día compré un ramo de rosas y unos auriculares blancos para su celular (podría haber comprado chocolates, pero en algo tendría que diferenciarme del resto). Me puse guapo y fui a esperarla a la salida de la escuela. Incluso me salí un poco antes de la mía para llegar a tiempo a la suya. Me tomé una soda en una tienda de enfrente, esperando que diera la hora de salida. Cuando los estudiantes empezaron a salir por el portón, yo empecé a cruzar la calle. Me sentía estúpido por llevar aquella cosa en mis brazos, pero en mi rostro bailoteaba una sonrisa de idiota, imaginando el rostro iluminado que pondría.

E iluminado traía el rostro. Pero por el tipo del que venía pegada a su brazo. Ni siquiera había visto al tonto que cruzaba la calle con un ramo de rosas para ella. Ya afuera, en la acera, rodeó el cuello del sujeto con sus brazos y le besó. Me sentí como los chicos de los “memes”, esos que se quedan con los regalos en las manos, a los que les ponen “otro camarada caído”; si alguien se dio cuenta de lo que ocurría, y tuvo la brillante idea de sacarme una foto, es seguro que pronto andaré circulando en las redes sociales como un idiota más.

Vanessa intentó pedir disculpas, decirme que lo sentía, que su intención no era hacerme daño (típica frase de las malditas destroza corazones), con lo cual sólo logró humillarme más. Me volví a casa rojo de vergüenza e ira. No era la primera vez que alguien me rompía el corazón, como ya mencioné antes, ni que me cambiaran por otro, pero nunca de aquella manera, ni en público. De manera que había aceptado la derrota con resignado estoicismo. ¡Pero no esta vez! Resolví hacer algo, resolví vengarme. Y tenía que ser pronto, antes que el conformismo llegara. Porque ese maldito conformismo, que siempre termina llegando, es uno de los peores virus de la humanidad.

Mi deseo más profundo era tenerlos enfrente y hundirles una daga vez tras vez hasta dejarlos irreconocibles. Pero como no tenía las agallas para hacer algo así, además de que esconder un crimen así sería muy trabajoso, resolví actuar por una vía más rápida y confiable. Hasta ese día me consideraba un buen chico, pero no significa que no conociera gente. De manera que concerté una cita con uno de esos tipos que hacen cualquier cosa por algo de dinero, y le mostré una foto del tipo que había besado a Vanessa y otros datos que consideré podrían servirle (foto y datos cortesía de las redes sociales). Primero el tipo, después, si aún sentía sed de venganza, le tocaría el turno a Vanessa.

―¿Qué es lo que quieres que haga? ―Me preguntó el esbirro a sueldo.

―Lo quiero muerto ―le dije―. Aunque de preferencia, quisiera ser yo quien acabe con su vida.

El tipo me miró de pies a cabeza, como sopesándome. Asintió y sonrió con malicia.

―Creo que puedo arreglarte una cita con este verraco.

Era todo lo que quería oír. Cerramos el trato. Nada de conformismos, nada de aceptar la derrota como otras tantas veces. Era hora de vengar esa derrota.

*****

El lugar al que el agente que había contratado me citó, era un viejo almacén, de madera y láminas destartaladas, sucio y apestoso. Era perfecto.

“Ya lo tengo”, me dijo al día siguiente de nuestro primer encuentro. Había sido rápido. Y eso me deleitó. La sed de venganza aún era fuerte en mi corazón. Y estaba decidido a no echarme atrás, decidido a personificar mi venganza.




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