Historias de terror

Al escalar la ventana

Arnoldo estaba agazapado bajo la sombra de un árbol. No es que fuera un maleante, aunque para muchos, lo que iba a hacer, era considerado como mucho peor. En todo caso, era algo que a Arnoldo le traía sin cuidado.

“Sin cuidado” no equivalía a decir que estaba tranquilo y confiado, porque desde luego que no lo estaba. Lo que iba a hacer, la primera vez en su vida, lo tenía casi aterrado, nervioso e indeciso; no sólo por el principio, sino también por el desarrollo y el final. Era algo que había surgido apenas esa mañana, sin tiempo para planear algo mejor, así que había que tomar lo que se ofrecía.

Se encontraba en una calle, al costado de la casa de Eva, encaramado a las ramas de lo que parecía ser un aliso, oculto en sombras. Las sombras lo camuflaban, pero a su vez también eran motivo de parte de su miedo. Allí, entre las ramas, de vez en cuando oía ruidos sospechosos, susurros quedos, y en una ocasión, incluso creyó percibir dos diminutos ojos espiándole entre el follaje. A ratos, se arrepentía por ser tan madrugador.

No dejó de vigilar la ventana de la habitación de Eva, que le quedaba justo enfrente. Aún había luz en esa ventana, también en las de la sala y el comedor. Aún tenía que esperar bastante. Demasiado le parecía a Arnoldo, más con aquella inquietud que crecía a pasos de gigante. Su mente, cada vez más atemorizada, insistía en jugarle bromas, y de continuo, se encontraba imaginando a los dueños de aquellos ruidos que percibía. De pronto quería bajarse del árbol, incluso olvidar el asunto que lo había llevado allí. Pero entonces pensaba en Eva.

Eva era la novia de Arnoldo. Ella tenía catorce años de edad y él dieciséis. Y lo más raro, ambos eran vírgenes. Ya en varias ocasiones habían tocado el tema, Arnoldo el más interesado, pero Eva se negaba a ceder. “Tengo miedo” y “Aún soy muy chica”, eran sus excusas habituales. Arnoldo estaba enamorado de la chica, de manera que no insistía. Sin embargo, esa mañana, en pleno día de los enamorados, Eva le escribió que había decidido hacerlo con él, mejor que su primera vez fuera con él y no con otro patán. Arnoldo se puso a brincar en la cama de contento, hasta que su mamá lo regañó.

De manera que allí estaba, esperado que los padres de la novia se echaran a dormir para escabullirse hasta la ventana de la habitación de la joven. Arnoldo se había ofrecido a pagar un motel, pero Eva no quería ni hablar al respecto. En parte tenía razón, sus papás le tenían bien apretada la correa, con la consecuencia de que disfrutaba de muy pocos permisos para salir. En aquel momento, con las nalgas entumecidas de tanto estar sentado sobre la misma rama, deseó que tan siquiera le hubiera advertido que sus viejos se dormían ya bien entrada la noche.

Pero Eva era una chica muy linda, además, sería la primera vez de los dos. De modo que no se rindió. Continuó agazapado en la oscuridad, la vista fija en la ventana de enfrente, tratando de ignorar los ruidos que provenían de la oscuridad que lo rodeaba.

En aquella inmovilidad, pronto los párpados empezaron a ponérsele pesados, el sueño lo estaba ganando. Se espabiló varias veces, golpeándose las mejillas unas veces y tirando con fuerza del cabello, otras. Sin embargo, la vista insistía en ver borroso; los párpados seguían cerrándose. Pero no podía dormirse, no debía… y las malditas luces que no se apagaban…

*****

La caída lo trajo de vuelta a la realidad de forma brusca. Se levantó desorientado, lanzando puñetazos a diestra y siniestra, pensando que alguien lo había atacado. Cuando se dio cuenta de que se había caído, agradeció en su interior no haberse roto nada. También se dio cuenta de que todo estaba oscuro. Incluso enfrente.

Se cercioró bien de que nadie miraba y que todo a su alrededor estaba oscuro para acercarse a la cerca de malla metálica. La oscuridad era tan negra que tuvo miedo. La oscuridad era su mayor aliada; pero sospechaba que era una aliada que en cualquier momento podía traicionarlo. Uno de esos aliados que sólo se utilizan por necesidad. Las sombras y las cosas que ocultaba… quién sabe qué podía haber allí. 

Se acercó a la malla con sigilo, nervioso como un ratón, volviendo la vista a todos lados con demasiada asiduidad. Se tomó de la parte superior, y utilizando sólo las puntillas de los zapatos, escaló de forma torpe. Los pies se le deslizaron varias veces, haciendo tintinear la malla, provocando un ruido del demonio. Por fin logró saltar al otro lado, cayendo con un golpe sordo. Si el padre de Eva hubiese tenido un perro, hacía ratos que Arnoldo lo habría puesto sobre aviso. Pero por fortuna no lo tenía.

Se ocultó entre unas plantas de flor, atento a cualquier movimiento. En derredor todo estaba oscuro, inmóvil. Tan inmóvil que ponía los pelos de punta. Pero al fin de cuentas, era lo que Arnoldo esperaba para seguir acercándose.

Caminó agachado. A pesar de lo cuidadoso de sus pasos, le pareció que hacía tanto ruido como un temblor. Durante un instante tuvo la sensación de que sus pasos ocultaban algo más, o que anunciaban algo más. Pero ya estaba demasiado cerca para echarse atrás.

Ya debajo de la ventana, tanteó con torpes dedos, temblaba. De pronto le habían entrado las prisas. De pronto tenía la sensación de que, si no actuaba con rapidez, algo lo iba a tomar por atrás, provocándole una muerte terrible. Entonces encontró la cuerda, que Ana había dicho que iba a dejar caer por la ventana, y Arnoldo empezó a escalar.

Sudaba copiosamente, las manos le temblaban y le resbalaban continuamente. En uno de tantos resbalones, se dio de bruces contra la pared y el ruido que provocó, a Arnoldo le pareció estruendoso. La ventana sobre su cabeza empezó a abrirse. Arnoldo casi suspiró de alivio, era Ana. Alzó la cabeza. Lo que vio fue unas lucecillas brillantes, al unísono con un estruendo que le martilleó en los oídos. Aún alcanzó a oír una vocecilla aguda, cargada de terror:




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