Historias de terror

Todo mal regresa

Que todo mal regresa, era algo que Harley había oído muchas veces, demasiadas quizá. ¿Si creía que así era?, eso, por supuesto que no. Harley, hombre egocéntrico y prepotente, gozaba de salud, mujeres, fortuna y una empresa que facturaba millones de dólares al año. Era un hombre orgulloso que en infinidad de veces había pasado por encima de las aspiraciones de muchos para salirse con la suya, había gritado, amenazado (en más de una ocasión había cumplido esas amenazas) e injuriado para conseguir lo que pretendía, ya fuera desde una noche de placer hasta negocios rentables.

Tenía cincuenta años, conservaba el vigor de la juventud, tenía esposa e hijos, es decir; la vida siempre le había sonreído, y aunque sabía que era odiado por muchos, que había hecho mal en otras muchas ocasiones, ese mal aún no volvía a él. Así que no, no creía que el mal que uno hace se volvía contra uno.

Pero, en ese tipo de asuntos, nunca está todo dicho, como muy pronto iba a descubrir.

*****

Se encontraba Harley en las horas finales de la jornada laboral, detrás de su ornamentado escritorio de caoba, firmando la hoja de despido de una mujer madura de ojos azules. La mujer sollozaba, de rodillas ante el escritorio.

―¡No! Por favor no, señor, no me despida. He cumplido con mi trabajo, mi supervisor así lo dice.

Y era cierto. ¡Pero esos ojos! Harley les tenía aprensión a los ojos azules. Era algo de su pasado, algo que a nadie le había contado, una de las cosas más viles de las que era autor. No iba a tener en su empresa a alguien que le recordara ese pasado, por muy eficiente que fuera.

―Mi opinión difiere con la de tu jefe inmediato ―decretó Harley―. Y deje de lloriquear, señora. La decisión está tomada.

Terminó la firma con un movimiento fluido de muñeca, cerró el cartapacio y se le dio a la mujer.

―Pase al área de finanzas y cobre el cheque de su liquidación ―le dijo―. No quiero que vuelva a poner un pie en mi empresa, entendido.

―Entendido ―dijo la mujer.

No era fácil oponerle resistencia a Harley. Desde luego, era consciente que la mujer le deseaba las diez plagas de Egipto en esos instantes. Pero eso a él le traía sin cuidado.

Siempre se sentía mal tras alguna de sus jugadas, pero sabía que el sentimiento pasaba rápido. Tampoco era un monstruo que se regocijara del sufrimiento de los demás. Simplemente sus intereses tenían prioridad sobre todo lo restante.

La cosa fue que, la tarde avanzó y Harley siguió sintiéndose mal. ¿Cómo era posible? ¿Es que se estaba ablandando? No, desde luego que no. Sin embargo, esos ojos azules, llorosos y suplicantes, lo mortificaban como poco. Al poco rato se encontró deseando el fin de la jornada de trabajo; quería irse a casa, tomarse unos tragos y hacerle el amor a la madrastra de sus hijos, una joven de veintitrés años con quien se había casado el año pasado. Una sonrisa bailoteó en los labios y se sintió mejor.

A las seis de la tarde bajó al estacionamiento, vacío a esas horas y subió a su coche con extraña prisa. Esa prisa se debía a la impresión que tenía de que alguien lo vigilaba. La soledad del estacionamiento subterráneo tenía algo de misterioso, como si alguien lo hubiera planeado, esperando al confiado y prepotente presidente ejecutivo. Harley no estaba para poner a prueba su temple, no después de la tarde tan ominosa que había pasado. Unos ojos azules pasaban de continuo en su mente.

Puso en marcha el motor y salió con bastante prisa, de buena suerte que ningún incauto se atravesó en su camino.

«Se llamaba Jessica», recordó. Era extraño que por fin recordara ese nombre en muchos años. Sus ojos azules y su cabellera rubia nunca habían desaparecido de su mente, ni lo que le había hecho, sin embargo, el nombre había permanecido oculto, reacio a acudir a su mente.

Lo de Jessica había ocurrido unos veinte años atrás. Era una menor de edad, preciosa, inocente y tierna, a la que con artimañas se fue ganando. Le enseñó a tomar, a inhalar cocaína y a inyectarse heroína. Por último, cuando ella no quiso entregarle su virginidad, la hizo pasarse de dosis y después la violó. Lo último que supo de la joven fue que se volvió adicta, a la vez que la barriga le crecía semana a semana.

Él era un hombre de recursos, y, aunque lo hecho no podía remediarlo, bien que pudo haberla apoyado para que no destruyera su vida en las drogas y en la prostitución. Y en el fruto de la violación, no quería ni pensar.

«¿Por qué pienso ahora en esto?», se increpó, molesto. Había ocurrido hacía ya mucho tiempo, en el presente ninguna repercusión podía tener.

Salió de la ciudad rumbo a la campiña, a la finca en donde tenía su mansión. Conforme se alejaba de la ciudad, el tráfico vehicular escaseaba, hasta que se volvió inexistente. Siempre había disfrutado del paseo de quince minutos que lo llevaba de la ciudad a su hogar, era de los pocos momentos que tenía para estar solo, para disfrutar de los bosquecillos y del silencio del camino. Pero esa noche era diferente. El despido de aquella mujer, pensar en Jessica, todo eso le tenía acongojado, y la soledad no era apacible, sino inquietante y misteriosa.

Harley no creía en lo sobrenatural, pero de haber creído, habría dicho que aquella noche, aquel momento, aquella soledad, aquel silencio, era un momento propicio para la aparición de uno de esos entes de los que tanto se habla en mitos y leyendas. Pero Harley no creía, afortunadamente.




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