Historias de terror

En la sala de un hospital

Caos, confusión, voces lejanas, luces cuyos haces traspasan los párpados. Semiinconsciente, sin rumbo, la mente en torbellino, la vida pendiendo en un hilo. Así pasa aquélla primera noche un hombre en la sala de un hospital. Era un hombre de familia, con treinta y cuatro años, aún joven, con muchos sueños por delante. Vagamente recuerda a su esposa y al pequeño de seis años. No recuerda sus nombres, ni sus rostros, son sólo reminiscencias del pasado, un pasado demasiado presente.

El cuerpo entumecido, las piernas y manos inmóviles, los párpados reticentes a abrirse, los labios secos, la cabeza pesada. A veces oye voces, no ve, pero siente cuando lo vigilan, percibe ceños serios, preocupados, de vez en cuando oye llanto, voces susurrantes y gritos que parecen provenir de alguien bajo tortura. Así es el primer día en la sala del hospital. De momento nada es claro, todo es obscuro y nada tiene sentido.

Percibe la luz, pero está tan cansado que no se atreve a abrir los ojos. Una sombra se cierne sobre él, parece que le hace algo, pero no siente, no mucho, que es igual. El cansancio se apodera de aquel hombre, lo apresa, lo mece, lo arrulla y el sueño en forma de negrura y fantasmas desciende a su encuentro.

Está en la sala de un hospital, bañada de brillante luz. Enfrente hay media docena de camas, y a sus costados otras tantas. Pero está solo en la habitación; solo él, el miedo, el frío y aquella sensación de aturdimiento, de no saber qué está ocurriendo. A la ventanilla de vidrio de la puerta asoma una sombra, el hombre en la sala siente un miedo instintivo, ese miedo a lo desconocido, a no saber quién le observa desde el otro lado. La puerta empieza a abrirse, el hombre cierra los puños a su costado, deseando no estar allí, deseando poder huir.

La figura que entra a la habitación es una mujer hermosa, todavía joven, de rostro inmaculado y rizos rojizos que enmarcan su bello rostro, inspiración de poetas, felicidad de pocos y desdicha de muchos. El hombre en la sala busca incorporarse por la impresión, pero no puede, su cuerpo apenas le obedece y hay montón de cables y aparatos en torno y conectados a su cuerpo.

―Lo siento, amor ―le dice a la hermosa dama―, pero no puedo moverme.

La hermosa dama es su esposa.

La mujer lo mira con infinita ternura, pero tras esa ternura, también se percibe la tristeza del tamaño de una montaña. Ella se hace a un lado y descubre al hijo de ambos, ese pequeño de cabello revuelto y sonrisa de porcelana, diablillo que recorre la casa provocando el caos, ese caos que encanta y que enamora, ese caos que provoca la más genuina felicidad. Ambos extienden una mano hacia el hombre en la cama.

―Ven ―dicen, con voz cristalina y perfectamente sincronizada.

El hombre intenta levantarse, quiere ir con ellos, aliento de vida, pero no puede. La dama y el niño continúan llamándole, sin insistencia, siempre en el mismo tono, con paciencia. Al final el hombre se rinde.

―No puedo ―dice, y empieza a sollozar―. Vengan ustedes a mí.

La mujer y el niño niegan con la cabeza, buscan la puerta y se van. El hombre empieza a llorar en serio.

Despierta llorando, abre los ojos y puede ver. Está en una sala de hospital, la misma de sus sueños. El recuerdo de la realidad lo golpea con la fuerza de un aluvión, devastador e inmisericorde. Recuerda luces, golpes, gritos y sollozos. Se recuerda a él, todavía dentro de la camioneta, sosteniendo sobre sus muslos, las cabezas inertes de su esposa y de su hijo. Solloza y solloza, gime y gime, las enfermeras se preocupan, los demás enfermos le increpan que se calle y su madre intenta tranquilizarlo con palabras. Los únicos que lo tranquilizan son los sedantes. Cuando despierta ya no está llorando, pero ya no tiene fuerzas para nada más.

Por la noche vuelve a soñar. Todo transcurre como si fuera una réplica del sueño anterior, pero el hombre comprende que no es así. Es otro sueño, eso piensa él, qué más podría ser sino. La mujer de bello rostro y el niño lo vuelven a llamar, invitándole a acompañarles, a que vaya con ellos. El hombre lo intenta con todas sus fuerzas, pero sigue pegado a la cama como si estuviera atado.

Durante el día no comenta nada. Recibe infinidad de visitas, de parientes, amigos y hasta de personas que no conoce. Le dan el pésame, le desean una pronta recuperación, le llevan algún jugo y otra baratija, pero nada que mitigue la pena del hombre. Nada ni nadie puede reparar el dolor en el alma, nada puede reconstruir su vida, es más, se plantea seriamente si vale la pena seguir viviendo.

Espera la noche con ansias y cuando llega, sólo quiere dormir. Y allí están ellos de nuevo. Esta vez los recibe con una sonrisa. Ellos le llaman. Él les habla, les pregunta cómo están, a dónde han ido, qué tal es ese lugar. No le responden, pero percibe un brío en sus ojos que antes no estaba allí. Le entienden, le comprenden, le están diciendo que están en buen lugar; le invitan a ese lugar. Vuelve a intentar ponerse de pie, ir con ellos, pero sigue sin poder moverse. Sigue pegado a la cama. «A la cama no ―comprende por fin―, a la vida».

El otro día no desayuna, no come, no cena, no bebe nada, ha decidido no seguir viviendo. Los médicos lo intentan todo, incluso le llevan psicólogos para que le sermoneen, pero el hombre en la sala finge dormir. No les hace caso. Nada le hará cambiar de opinión. Nada le hace cambiar de opinión.

Por la noche vuelven a llegar su mujer y su hijo. Le llaman de nuevo. Él intenta sentarse, no lo consigue, se queda a medio camino y vuelve a caer a la cama. Siente que fracasó otra vez, pero las visitas no son de la misma opinión, el pequeño incluso aplaude y salta de felicidad y le saluda con el pulgar alzado. El hombre sonríe: va por el buen camino.




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