Historias de terror

Presagio de muerte

El joven se llamaba Harris. Tenía veintitrés años y conducía su motocicleta marca Honda, de regreso al pueblo, tras ser plantado por su amante en un arroyo de agua cristalina que sólo él y unos pocos amigos conocían. No se sentía molesto por el desplante, sino todo lo contrario. Era la primera vez que le plantaban y sentía preocupación.

«A lo mejor ya se cansó de mí ―pensó―. Bueno, al menos le saqué provecho mientras duró.»

La motocicleta, ropa, hermosas veladas en buenos hoteles cuando el esposo estaba de viaje, y una billetera un tanto más gorda. No se podía decir que le había ido mal. Y aunque la mujer tenía treinta y cinco años, incluido un hijo de quince, era fogosa, de manera que, en ese sentido, tampoco había sido una pérdida de tiempo.

¿Entonces por qué aquel desasosiego?

El camino por el que transitaba era estrecho, de tierra, flanqueado por bosquecillos y maleza. Un coche no habría podido transitar por él. Tampoco tenía bifurcaciones ni caminos laterales, de manera que podía descartar la posibilidad de que la mujer se hubiese extraviado. Tenía una extraña sensación de aprensión; jamás aquél camino le había parecido tan lúgubre.

Vio la pierna unos diez metros adelante, cortada de tajo a la altura del muslo, la sangre había creado un pequeño charco. Harris perdió el control de la moto, cayó y se arrastró en la hierba un par de metros antes de detenerse. Se levantó de prisa, no pensando en él ni en la moto, sino en la pierna cortada, la había visto tantas veces desnuda que estaba seguro de reconocerla. Cuando alzó la vista, delante de él no había nada, sólo el camino, maleza y un silencio espectral.

Agitó la cabeza, exasperado.

«Quizá me pasé de dosis», pensó. Se había fumado una buena medida de marihuana, mientras la esperaba, y quizá era eso lo que había hecho tener aquella alucinación; la marihuana y la preocupación de que había fallado a la cita. Se revisó el costado sobre el que había caído: la guerrera y el pantalón lo habían defendido, amén de que iba despacio. La moto, además de unos rasguños, tampoco presentaba daños severos.

¿Pero qué carajos había ocurrido?

Aún se atrevió a ir al sitio donde vio la pierna cortada. El suelo no presentaba ningún indicio de haber soportado algo extraño; mucho menos una extremidad femenina y un charco de sangre. De todas formas, se sintió raro, fuera de lugar, en peligro. Regresó a la moto y continuó el camino.

El lugar del que venía era un lugar bonito, pero poco conocido, de modo que no era raro realizar el trayecto sin encontrarse con alguien. Pero ese día la soledad del camino tenía algo de inquietante. Harris quería achacar su inquietud a la cita fallida, a la marihuana, pero por más que estos argumentos le parecían contundentes, no lograban convencerlo, en el fondo sabía que había algo más. Tenía la sensación de que el silencio pretendía susurrarle algo.

No se podría decir que estaba preparado, pero iba alerta, de modo que cuando vio el torso desnudo de la mujer, con tajos por todo el cuerpo, justo a mitad del camino, no perdió el control como la primera vez. Detuvo el vehículo con deliberada lentitud, el corazón martillando tan fuerte que lo sentía en las sienes, deseando con frenesí que fuera sólo otra alucinación.

Lo era. Cuando bajó de la moto para ir a ver, el torso ya no estaba. La macabra imagen aún permanecía en su mente, pero ya no era parte de la realidad. Es más, dudaba que alguna vez lo hubiera sido. «¿Qué me está pasando? ―se preguntó. Cada vez tenía más miedo― ¿Por qué estoy viendo cosas tan horribles?»

Tenía una idea de lo que podían significar, pero se negaba a considerar si quiera esa posibilidad. «Todo es producto de mi mente condicionada por la droga», trató de convencerse. Vano esfuerzo, porque el miedo y la desazón siguieron allí.

Más adelante dio con la cabeza de la mujer. La habían despegado del tronco de varios tajos y la sangre le empapaba el negro cabello. Cuando Harris pasó a su lado, los ojos vidriosos de la mujer parecieron verlo, parecieron culparlo, y cuando dejó la cabeza atrás, tuvo la sensación de que aquellos ojos muertos seguían prendidos en él. Esa vez no se detuvo, real o no, no tenía intención de detenerse hasta regresar a casa. Se sorprendió conduciendo con lágrimas en los ojos.

Hasta que, tras una eternidad terrible y cargada de tensión, llegó al pueblo. Su primera idea fue ir directo a casa, pero aquellas alucinaciones (insistía en llamarlas así) lo habían dejado pensativo. De modo que se desvió del camino, con intención de pasar frente a la casa de su amante. Esperaba verla en el jardín o tras las ventanas, sólo quería saber que estaba bien y que no había asistido a la cita por algún motivo más mundano.

El corazón se le encogió en un puño cuando se acercaba a la casa de la susodicha. Un numeroso grupo de curiosos abarrotaban la calle, llegando a adentrarse incluso en el jardín. Vio un par de patrullas y una ambulancia. «Dios, que no sea cierto».

Se bajó de la moto aparentando tranquilidad, pero las manos le temblaban sobremanera, como si sufriera una resaca de marca.

―¿Qué ocurre? ―Preguntó a un curioso, imprimiendo simple curiosidad a su voz.

―Una muerte ―le respondió el interpelado.

―El marido la asesinó ―agregó otro.

―Una tragedia. Si usted la hubiera visto. La descuartizaron ―añadió una mujer madura, que se cubría la boca con cada palabra que decía.




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