Historias de terror

Cena de año nuevo (III)

A media mañana del día sábado, Jade anunció que se iba a recorrer el pueblo para conocerlo. Había que considerar que era la primera vez que Jade visitaba Villa Lago. Caminó por la calzada adoquinada, y aunque no saludó ni sonrió a todo mundo como hacía Sam, pues no era propio de ella, sí que respondió con un “buenos días” cuando era saludada.

La realidad era que no le interesaba para nada conocer el pueblo, ni le interesaba ser querida por sus habitantes, pues sus pensamientos, de una forma pétrea, se aferraban al misterio que envolvía a Sam y a las intenciones que éste ocultaba. A cualquiera le hubiera parecido extraño que una joven recién llegada se obsesionara con algo que ni le iba ni le venía. Pero es que nadie estaba para enterarse.

Tras su paseo por la calle principal, que le llevó a pasar frente a la parroquia local, por el mercado y casi por último, a pasar en medio de las dos tabernas que se disputaban a los bebedores y fumadores de Villa Lago, terminó por adentrarse en las calles laterales. Camino una, dos manzanas, tres… al asegurarse de que ya nadie la veía se internó en el bosquecillo.

El bosquecillo que rodeaba Villa Lago era joven, surgido de nuevo un siglo atrás cuando los Ronnel fueron incapaces de seguir trabajando toda la tierra que les fue entregada en feudo. Los árboles no eran muy altos y el color de sus hojas tenía el fulgor de la lozanía. Había pajarillos a cientos por esos parajes. A medida que Jade recorría un itinerario mental camino de la mansión de los Ronnel, el alboroto de los pájaros iba en decrescendo. Casi parecía que callaban a su paso.

Llegó antes de mediodía a una colina desde la que podía ver la casona y, más allá, el lago de aguas verdosas. El silencio en esa parte era sepulcral. De la mansión Ronnel provenía el ruido de algunas voces y el tintineo de cuchillos u otros utensilios de cocina (producido por las mujeres contratadas por Samwell para preparar el almuerzo), aparte de eso, sólo se oía silencio. Jade pensó que eso no era natural. La casa estaba rodeada de árboles, ¿dónde estaban los pájaros? ¿El silencio lo producía la presencia de Samwell o esa mansión que tenía todo a guisa para estar embrujada?

Esperó paciente hasta que llegaron los siete invitados. Samwell salió a recibirlos a la puerta y los invitó con aspavientos, primero a conversar un rato en el recibidor y luego a que pasaran al comedor donde ya se habían servido suculentas viandas. La intención de Jade era observar y enterarse de lo que allí se decía, con más cuidado en la persona de Samwell. Se tuvo que conformar con escuchar más que observar, y de oír casi no oyó nada, pues las voces no llegaban con claridad hasta donde estaba ella y las ventanas se mantuvieron veladas hasta el final de la reunión.

Hacia las cuatro de la tarde, cuando el vino y la cerveza habían circulado en buena medida y del interior de la casa ya sólo provenían risotadas y frases sin provecho, Jade decidió que era hora de volver a casa de Berta Jones. El resultado de su vigilancia podía definirse con cualquier palabra similar a: basura.

Lo más desconcertante era no haber visto ni oído nada que le confirmara que Samwell Dawson no era lo que aparentaba ser. Además del inquietante silencio de la naturaleza alrededor de la casona, lo demás tenía todas las vistas de ser una tertulia como cualquier otra. De todas maneras, había preguntas que persistían en su cabeza: ¿Por qué siete?, ¿por qué jóvenes?, ¿había de verdad algo extraño en ello o sólo era un viejo rico cansado de sus congéneres cincuenteros que buscaba sentirse joven rodeándose de lozanos? ¡Qué demonios! ¡Le habría parecido más normal que propusiera una orgía!

En casa de Berta Jones nadie le preguntó dónde había estado. Claro, la conocían de bien poco y había llegado allí sin invitación.

―¡Ah, ya viniste! ―fue el saludo de Berta, que hacía un suéter para la época, por el color y la forma que estaba tomando mucho se temió que era para ella―. Hay algo del guiso del almuerzo en la cocina por si tienes hambre. Percy anda tomando unos ponches cargados de ron en casa de Walter, aprovechando que hoy será la posada en esa casa.

A la mención del guiso cayó en la cuenta que no comía desde el desayuno. El hambre vino como llamada por emergencia y su estómago avisó con un ruido que estaba listo. Pero antes de ir a comer, pensó en una posibilidad.

―¿Va mucha gente a las posadas? ―se interesó.

―Somos un pueblo pequeño y unido, así que ya imaginarás.

―No, no imagino ―replicó Jade con frialdad, que odiaba las respuestas ambiguas―. ¿Va mucha gente a las posadas?

Berta Jones soltó la aguja con un respingo y miró a su sobrina, que la taladraba con la mirada. En esos momentos pensó que esa chica no era su sobrina, sino alguna criatura peligrosa, como las sirenas que en el mar atraían a los hombres con engaños para luego mostrar su verdadera y mortal identidad. Se apresuró a responder a Jade.

―Va alrededor de la mitad del pueblo. Es lo más concreta que puedo ser, sobrina.

Jade asintió con sequedad.

―Eso me vale. ―Luego fue a la cocina y devoró los restos fríos del almuerzo.

*****

En Villa Lago las posadas no se diferenciaban mucho de lo que es en la actualidad. Un grupo de devotos pidiendo refugio (mientras llevan en andas representaciones de la Virgen María, José y el niño Jesús) y otro grupo que hace de anfitriones. Luego vienen cantos, rezos, rosarios y por último: el agasajo de los dueños de la casa para con los asistentes. En el pueblo que se desarrolla esta historia era tradición dar de beber ponche o chocolate y alguna chuchería para merendar. Fue en esta última fase de la posada que Jade, ataviada de forma seductora, se acercó a Samwell.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.