Historias de terror y fantasias de muerte

Primera historia - "INSOMNIO"

Siendo las tres de la mañana, me vi enfrentado a la noche más absoluta. Oscuros rincones y yermos pasillos parecían susurrar esperándome desde cada rincón de mi casa, incansables y pacientes como una novia en el altar, pues pasé en vela un tiempo incalculable a raíz de la rota somnolencia. Mas, podría jurar haber escuchado sus débiles llamados e incesantes miradas hacia el interior de mi alcoba. Pues, a pesar de hallarme solo esa noche, como ya muchas tantas desde hace un tiempo; desperté como en ninguna otra de un salto y con el pecho frío al sentir un susurro a mi lado.

Recuerdo su voz, aunque con la clara duda de quien enfrenta un despertar prematuro y cede ante la fatiga de un madrugar no deseado. Era la de una mujer, pero no cualquiera: era la voz de una mujer joven, amable y cálida en sus palabras, de las cuales jamás volveré a saber. Pues, cómo un fugaz sueño, aquel despertar guiado por su aliento, pronto se esfumó entre los rincones de mi memoria. Mas, aun cuando al voltear, con erguido ímpetu, para encontrarla, no pude apreciar siquiera la sombra de su silueta. Pero el peso de una atrayente mirada pronto hubo de llamarme desde la puerta de mi habitación. Aquella, que siempre dejo abierta por las noches. Pero, entre el aparente susurro de los pasillos de mi hogar, aquella mirada erizaba mi piel desde allí, en silencio y sin una existencia clara, pues, al encender con prisa la luz de mi lámpara de noche, la cual descansa adyacente a la cama, no había más que soledad en aquel lugar.

Así, con una pesada hombría, me despojé de mantas y cobertores, sábanas y la colcha que había tejido mi mujer durante los aciagos días de su padecimiento final, y me senté al borde de la cama, sintiendo en mis pies descalzos el frío de las baldosas, como si de un profundo abismo se tratase, uno que presto aguardaba que mi cuerpo inerte cayese sin remedio a sus fauces para devorarme en el anonimato de la viudez nocturna de un hombre de avanzada edad. Pero tras un profundo exhalo, pudiendo ver mi propio aliento ante el frío, me erguí sereno y confundido ante la atenta y silente mirada de los muros.

Marché entonces, para alejarme de la cama, dejando atrás el calor y seguridad que me supo propio hace un momento, y pronto me enfrenté al umbral de la puerta de mi habitación desde donde aún podía sentir como algo que yo no veía, tenía sus ojos clavados en mi ser. Como un cazador aguardando a que su presa abandone la madriguera. Con eso en mente, pero sin más opción y compañía que la de dos viejas manos que me han acompañado por ya largas décadas, crucé la puerta del cuarto entre espasmos y temblores de pavor, pero recto e impetuoso como un soldado, y caminé por el largo e interminable pasillo de esta casa que construimos entre sueños y clavos con una mujer que late tan profundo en mi corazón todavía, que quisiera besarle aún cada mañana al despertar, sabiendo que jamás podría hacer tal cosa.

Maldita enfermedad, que me la arrebató.

Deshecho en temblores, un poco a raíz del indolente paso del tiempo sobre mi cuerpo, y otro poco causado por el frío sudor que poco a poco comenzó a cubrir mi espalda, frente y pecho a causa del miedo, quise encender la luz que se halla al final del pasillo y alumbra la escalera que baja hacia el primer piso. Pero, sin lograr entender el motivo, por primera vez en años, el pequeño interruptor no funcionó, durmiendo mi mirada en incontables peldaños que se presentaron ante mí entre penumbras y silencio, cual viejo y enorme mausoleo en un cementerio. Pero cada hombre sabe dónde guarda su corazón, y el mío se hallaba en una vieja y gran biblioteca en el primer piso, junto a dos pequeñas velas que enciendo cada noche al retrato de mi amada Sofía.

Así que, como cada ocasión en la que un ruido extraño o un gato callejero irrumpe en la quietud de mis noches espantando mi sueño, a pesar del miedo, pues esta no es una de aquellas ocasiones, sino un extraño y escalofriante mal presagio que aún no he de descifrar; no hubo remedio alguno ante la oscuridad que la de enfrentar los múltiples peldaños en soledad y penumbra.

Con lento andar y muchas dudas, bajé uno a uno los fríos y viejos peldaños de madera a merced de sus crujidos y la casi dolorosa sensación de que, en algún momento, por entre los añosos maderos pudiera asomarse un par de manos que me hicieran tropezar hasta estamparme en el muro que se yergue al final de la escalera. Mas, si no ha de haber sido una oscuridad total y solo penumbra, fue gracias a la débil luz del pequeño altar de mi amada Sofía. Es por ella, quien aún tras el funesto velo de la muerte todavía me da luz, que finalmente llegué hasta el solitario seno de mi sala, observando así la quietud típica de cada mueble y adorno que allí ha permanecido durante años. Pero, con claridad y predisposición, de forma obvia mis ojos pronto hubieron de desviarse, al igual que mi andar, hasta la vieja biblioteca para coger y besar el retrato de mi amado ángel perdido.

Así pasé unos minutos, o quizás un tiempo más, limpiando el polvo que se había acumulado alrededor de aquel lugar y encendiendo un par de nuevas velas a mi esposa, hablándole de mis miedos y contándole entre sollozos los burdos delirios de un viejo solitario que se halla despierto a mitad de la noche. Y fue su luz, su alma presente a mi lado alimentada por las velas, la que pronto me hizo olvidar el temor y los susurros que me condujeron hasta aquí.

Pero el calor del sol pronto se esfuma tras el crepúsculo, cómo se esfumó mi calma cuando, tras un rato, desde la puerta que se halla al final de la sala, esa que conduce al comedor, volví a sentir esa penetrante e inexistente mirada que revivió los susurros en los pasillos. Como si, tras dejarme despojar mi alma del miedo por un momento, sea lo que fuere aquello, quiso volver a manifestar su funesta e indeseable compañía. Claramente, y siendo yo un viejo, ante tan repentino vuelco en mi ánimo, pronto me vi lánguido y tambaleante ante el miedo otra vez, estirando mis manos con rapidez hasta el retrato de Sofía para pegarlo a mi pecho en un íntimo y fugaz abrazo que arrasó con velas y adornos que allí se encontraban, cayendo sentado y envuelto en total oscuridad en nuestro viejo sofá.




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