Historias de terror y fantasias de muerte

Segunda historia - "MR. KENNEDY"

— Poco se sabe de aquel hombre. Unos dicen que su inmutable silencio diario se debe a que oculta un pasado del cual quiere escapar. Yo, que le conozco desde hace unos cuantos años, tampoco he logrado saber a ciencia cierta el cariz de su tan silente soledad. Pero, siendo el dueño de esta tienda, y sabiéndome su empleado, ciertamente poco ha de importarme.

Habla el hombre mientras aprecia su propio reflejo y extiende su mano para limpiar una pequeña mancha en este.

— La cruda razón de mi indiferencia se debe, sin dudarlo, al cobijo que aquel hombre prestó a mi vida un día lluvioso en abril. Me supe huérfano y abandonado a la suerte de los elementos en ese entonces, pues mi madre había sido asesinada por un puñado de monedas que logró reunir vagabundeando por las calles, y de mi padre no se sabe más que de su mera existencia al ser yo prueba viviente de una relación carnal consumada con éxito ¡Y vaya éxito, señorita! Heme aquí, embelleciendo su faz con estas tijeras y una habilidad que el señor Kennedy me otorgó con una ruda enseñanza. Pues, de lo que sí hablan las masas y ha de resultar cierto, es que ese hombre es tan duro como los callos en los pies de un vagabundo y tan terco como el peor de los asnos salvajes.

Aquel ambiente, cerrado y casi viciado a raíz de la obvia razón de ser abierto muy de vez en cuando, no es, sino propicio al hombre para hablar con la mujer que se encuentra en la vieja silla de barbero que ocupa.

Aún se sabe cómo un lujo aquello que llaman “electricidad” en las calles, y la lumbre de aquella habitación no son más que cuatro viejas lámparas situadas en cada esquina del lugar y un pequeño farol que pende de una cadena sobre el lugar donde se haya trabajado el hombre con sus tijeras.

Pero, aun con el constante sonido de su voz, de la joven no se sabe respuesta alguna hacia el hombre mientras recorta uno y otro mechón de cabello. Agachándose y caminando a su alrededor una y otra vez mientras le observa desde distintos ángulos antes de peinar y cortar nuevamente.

Entonces, prosigue así con su monólogo.

— Una cosa curiosa de las personas, señorita, es que suelen confiar demasiado rápido en los extraños. Incluso después de presentar un reacio comportamiento a compartir con quienes no han visto jamás. Cosa sensata, si me lo pregunta, si hemos de considerar el crimen y la mala fama de las calles y callejones por la noche.— Continúa el hombre, soltando las tijeras y, está vez, cogiendo una pequeña navaja de rasurar que abre y enseña a la joven que, ante tal hoja, se mueve un poco con incomodidad.— ¡Eh! Le ruego, señorita, que por favor no se mueva cuando tenga esto cerca de su cuerpo. No queremos arruinar su tersa piel ¿Verdad?

Tras lo dicho por el sujeto, en voz baja y cubriendo la hoja de la navaja con su otra mano para no asustar a la joven, pronto la habitación conoce su risa, como si aquel susto manifestado por la muchacha hubiese causado gracia en él.

— Así que, volviendo a su pregunta inicial, mi querida señorita: sí. Él es mister Kennedy, el dueño de esta tienda y no solo mi jefe, sino mi mentor y salvador, si podemos llamarlo así.— Continúa el hombre mientras, ahora, poco a poco humedece la nuca de la joven con un trapo y recorta bellos para emparejar su trabajo.

El silencio de la mujer, que a menudo en situaciones de estilismo como lo es la peluquería, suele ser común al menospreciar o serle indiferente el constante parloteo de barberos o peluqueras, en esta ocasión acompaña un sello de misterio y un profundo aire de soledad que viste la habitación. Uno que, como un funesto manto, poco a poco comienza a incomodar su joven mente mientras el hombre avanza con gracia en su trabajo. Pero guarda silencio.

Así pasa el rato, aproximándose con la caída de su cabello el fin de aquel servicio que se le ha otorgado.

Pero, con ciertas dudas que hubo de guardar durante toda la sesión de belleza y corte, antes de asumirse lista, siquiera, pues debe revisar minuciosamente en el espejo si ha quedado lo suficientemente bonita como para estar conforme; la muchacha pasa unos minutos acomodando y arreglando mechones y simulando peinados antes de dejar oír también su voz.

— Señor Ghibs.— Habla la joven sin apartar la mirada del espejo.— Ciertamente me ha sorprendido su trabajo. Es usted un gran maestro del arte del estilismo.

— Honrado me encuentro por sus palabras, señorita. Ciertamente, ha sido usted una de mis mejores sesiones.

— Pues, a buena gracia he llegado con usted. Jamás pensé que un carnicero pudiera también ser un gran peluquero.

— ¡Oh! También barbero, mi hermosa dama. Ciertamente, hombres y mujeres por igual han de llegar a este lugar para encontrar la gracia que creyeron perdida ante sus propios ojos. Y, con eso, me refiero a que yo mismo soy el barbero de mi gran patrón.

Dicho eso, el hombre se acerca con rapidez hasta donde se encuentra la joven mientras limpia la navaja con un pequeño trapo de color azul. Entonces, y sorprendiendo a la muchacha ante su repentina acción, coge una de las manillas de la silla con su mano y la voltea para quedar contra el espejo, golpeando con gracia y rapidez su tacón contra uno de los cuatro pedales que exhibe aquel aparato en su base y, reclinando con rapidez el respaldo de la misma, dejar a la joven casi recostada ante sus ojos.

Así, sin borrar su sonrisa y mientras se lleva una de las manos al rostro en señal de duda, vuelve a hablarle a la muchacha.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.