A Tina le esperaba una fiesta sorpresa, aunque no tan sorpresa, porque ya lo sospechaba y su hermanito se lo confirmó.
Era fines de diciembre y regresaba del extranjero a casa: Perú. Una beca universitaria se la llevó a la Universidad de Sevilla, en España. Pero tal como prometió, regresaba antes de fin de año y se iba al mes de comenzar el siguiente.
Una chica enclenque. De cabello negro, liso y corto. Con una diminuta pero salpicada nariz, con pecas, que parecen haber aumentado ese año. De pequeña se enfermaba con frecuencia y eso no había cambiado en nada ahora, que cumplía sus veintidós años.
_ Vaya, una gripe de verano algo adelantada, ¿Eh? –preguntó su padre, luego de oírla estornudar por quinta vez, en el auto.
_ De donde vengo es ¡pleno invierno, papá! –gruñó la aludida, cortando un rollo de papel y sonándose la nariz.
Aunque era cierto que solo se trataba de una simple gripe, en su organismo había algo más, que podía ser transmitido con un simple ¡Achís!
El padre estaba muy nervioso. Siempre ha sido pésimo para guardar secretos, esa misma razón le sorprende y hace que Tina se pregunte: “¿Por qué lo enviaron a recogerme?”.
Las respuestas más obvias empezaron a surgir: es el único que tiene auto (1), licencia (2) y que sabe conducir (3).
Cuando llegaron a casa todas las luces estaban apagadas. Gran error. Se supone que es su cumpleaños y deberían estar, al menos, mamá y su hermano, despiertos. Considerando además que eran apenas las siete de la noche.
El padre, a pesar de lo tonto que puede llegar a ser en estas circunstancias, supo improvisar bien.
_ Mamá se fue al hospital, a ver a la abuela. Y tu hermano está durmiendo –le dijo, mirándole a los ojos.
Casi le cree. Sobre todo, por la mirada penetrante y de sinceridad que le lanzó. Debe haberlo practicado toda la semana, pero luego intuyó la verdad: sus padres son muy sobreprotectores, como para dejar a su pequeño hermano de ocho años, solo en casa.
Si tan solo soltarla a ella les fue difícil y eso que es mayor de edad y siempre les ha demostrado ser lo suficientemente madura.
Papá lo hubiera llevado al aeropuerto o mamá al hospital… pero no, papá dijo que lo había dejado en casa, durmiendo y Tina le había pescado la mentira.
La abuela. De tan solo recordarla, los ojos se le quieren empañar. Arden. Hace dos meses que está internada, por problemas graves de TBC. Es tratada con antibióticos y recibe todos los cuidados necesarios, pero tan solo pensar en los millones de personas que fallecen por tuberculosis, le domina el miedo y se siente aterrada.
Enterarse de ello fue catastrófico, Tina se encontraba en medio de los parciales y desaprobó tres, por pensar todo el día en su “mamita Valentina”. Al pasar de los días, le informaban que la abuela iba mejorando satisfactoriamente.
Se alegró tanto por la noticia y se esmeró más en los estudios. Los parciales finales los pasó con éxito total y sobresalientes.
Al abrirse la puerta, tan solo unos centímetros, la luces dentro se prendieron y se escuchó un coro de: “¡Sorpresa!”, acompañado de silbatos, aplausos, silbidos y la explosión de dos bazucas de confeti.
Y Tina comenzó a llorar, porque sintió que los milagros existen. En medio de la sala, rodeada de su madre y hermano, de sus tíos y primos, estaba la abuela. Algo demacrada, en silla de ruedas y con una máscara de oxígeno, con su pequeño balón al costado, que solo debe usarlo en las noches, cuando presenta más dificultades para respirar por cuenta propia.
Se acercó y la abrazó.
_ No tan fuerte, cariño –susurró la abuela–. Aún estoy mejorándome. Ya tengo noventa y dos años encima y los huesos frágiles y crujientes como galletas –ambas rieron torpemente.
Cuando llegó la hora de soplar las velas y pedir el deseo, Tina abrigó ganas de volver a estornudar y lo hizo, cubriéndose con su delgada polera (se quitó la chamarra que traía en el avión pues, aunque era de noche, sentía el calor del hogar, de su tierra).
La levantó a la altura de su nariz, pero no fue suficiente. Por las fibras de su tejido podrían pasar granos de azúcar con facilidad, no eran impedimento de nada, y menos, de una partícula casi atómica.
El virus ya había sido esparcido. No entre todos, pero solo era cuestión de tiempo. De que se coman el pastel, que terminó cubierto de sus gérmenes y del parásito submicroscópico que originaría, posiblemente, el fin del mundo.