Historias de Terror (zombies)

RELATO N° 15: EVOLUCIÓN

      El virus, en un principio, solo mataba a las personas contagiadas, en un lapso no mayor a tres días. Actualmente se habla de una mutación de este y las personas que se infectan se vuelven agresivas.

     Parecen dominar sus instintos caníbales. Son sumamente violentos y no hay manera de retenerlos, sin hacerles daño. Investigaciones demostraron que las personas perecientes por el virus, no mueren, su tejido sigue… vivo. Todo en ellos actúa casi con normalidad, pero las pulsaciones disminuyen notablemente, dando la impresión de muerte.

     La zona mayormente afectada con este virus en el cerebro, sobre todo, la parte frontal de este, razón por la cual actúan como si fueran… zombis.

     Todos los policías del país y las fuerzas armadas, trabajan para retener a los violentos. Aunque no se abastecen. Por el momento, el modo de contagio más directo es por una mordedura de los infectados o por contacto directo con sangre, de igual manera, contagiada.

     Se pide a la población que no se alarme, estos no quieren comernos, mucho menos engullir nuestros cerebros, solo se trata del desate del salvajismo innato y totalmente natural de hombre.

     El gobierno está luchando para obtener una cura lo antes posible, aunque desde ya nos han informado que los contagiados no volverán a ser los mismo.

     Expresamente, de palabras del presidente: “Si se encuentran con uno de ellos y los ataca, mátenlos… Mátenlos de todas maneras, sin importar la condición –se rectificó–. Somos nosotros o son ellos”.

     Es la información que soltaba el noticiero más importante del país, hace dos meses. Tuvo tanta razón en su discurso… si tan solo le hubiéramos hecho caso.

      “Somos nosotros o son ellos”.

     Teníamos que matarlos a todos. Deshacernos de ellos. Sin importar que… pero no puedo, no me atrevo a botar a mi madre como si fuera basura.

     Todavía recuerdo su voz. La escucho llamarme por mi apodo. Mitad apodo, mitad nombre: Sofi-toffee. Mi golosina preferida.

     Escucho su voz, cada vez más cerca. “So… fi… To… ffee…”. Es destemplada. Áspera y lastimera. Desagradable. Algo repta hacia mí. Oigo el restrojo en el piso. “So… fi…”.

     Estoy parada en medio de la sala comedor. “To… ffee…”. Y la veo. Se arrastra hacia mí. Tras de sí, deja su rastro: trozos de carne putrefactos. Mientras más avanza, más inunda el ambiente con su olor.

     Intenta pararse y cae a mitad de su elevación. Un ojo sale de su cuenca y se mantiene colgado de su cara, por unas finas hebras sangrientas.

     Yo intento retroceder y tropiezo. Logro frenar el irremediable impacto que sufriría mi cabeza, al caer de espalda y paralizada, con los codos. Aunque el remedio fue peor que la enfermedad y pegué un fuerte grito.

     Tenía ambos brazos goteando. Calculo un mínimo de 7 puntos por codo, por la magnitud del ardor y la presencia de sangre.

      “So… fi…”. Me toca la punta de las balerinas y las tiñe de negro. Es parte residuos y sangre seca. Es parte mamá y parte zombi. Trato de gritar, pero tengo, no un nudo sino, varios nudos y la lengua no responde a mis súplicas.

     Papá está detrás, tan tranquilo y dormido. Trato de llamarlo, no es posible que mi grito no lo haya despertado. Mi madre gira la cabeza con tanta brusquedad, para observar lo que veo, que la cabeza cruje y empieza a rodar, fuera del cuello.

     Es como una pelota agujerada, mientras más se acerca hacia papá, más pequeña y endeble se pone, hasta desaparecer.

     O al menos eso me hizo creer mi estigmatismo, haciendo un esfuerzo sobrehumano en mi vista, me percato de un diminuto punto rojo en el suelo, que entra por el oído de papá.

     Como respuesta, él abre los ojos y de su boca empieza a manar sangre. Grito, puedo gritar. Puedo hablar. Pido ayuda. Y la luz de mi cuarto se enciende, es papá, acaba de entrar.

_ ¿Qué sucede? –trata de averiguar papá.

     Y detrás, mi hermano pequeño, preguntándome. “¿Estás bien, Sofi-Toffe?”. Se me escarapela el cuerpo al oírlo. Solo puedo llorar.

     Tres días más. Solo nos quedan nueve mascarillas para esos tres días y esta pesadilla me acaba de quitar las ganas de seguir viviendo con míseras sobras de esperanza.

     Voy a la cocina. Mi padre y hermano quedan consternados en la habitación. Llamo a Kevin, él viene, saltando y sonriente. Está feliz. Nos tiene a todo (casi) los miembros de la familia con él. Se la pasa jugando todo el día.

     Está feliz por no ir a la escuela, cree que mamá se fue de viaje, a visitar a la tía Selma. Y cuando pregunta por el mal olor que sale del cuarto de papá o por qué papá duerme en el sofá de la sala, solo obtiene miradas de desconcierto.

     De todos, es el que menos ha perdido. Para él, el mundo ha mejorado. Lo envidio por eso. Cuando llega, le digo que jugaremos a la “gallinita ciega”, le vendo los ojos y rápidamente le cubro la boca con mi antebrazo.

     Aprieto lo más fuerte que la rabia me permite y deslizo el filoso cuchillo carnicero por su frágil cuello que me parece, por un momento, de mantequilla.



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En el texto hay: historias cortas, terror, suspence

Editado: 28.08.2020

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