Historias de una Ciudad que no Duerme y Otras Cosas

El Observador

Martín cerró los ojos y apoyó la cabeza contra el respaldo de la silla. Era una de esas tardes porteñas en las que el aire se vuelve denso, casi tangible, como si Buenos Aires entera respirara a través de un filtro de melancolía. Había estado leyendo durante horas, perdido en esas historias que encontraba en la computadora, esas narraciones que parecían escritas especialmente para él, como si alguien conociera sus gustos más íntimos.

No era que Martín fuera un hombre particularmente supersticioso. A los treinta y dos años, había aprendido a desconfiar de las coincidencias tanto como de las certezas absolutas. Trabajaba en una oficina del microcentro, tomaba el mismo colectivo todas las mañanas, almorzaba en el mismo bar de la esquina, y volvía a su departamento de San Telmo con la regularidad de un metrónomo. Sin embargo, en los últimos meses había comenzado a experimentar una sensación peculiar, esa inquietud sorda que surge cuando uno sospecha que el mundo no es exactamente lo que parece.

Todo había comenzado con pequeñas cosas. Un libro que recordaba haber dejado sobre la mesa de luz y que aparecía en la biblioteca. La sensación persistente de que alguien había estado en su departamento durante su ausencia, aunque nunca faltara nada y las cerraduras permanecieran intactas. Después vinieron los sonidos: el crujir de una tabla del piso en el pasillo cuando él estaba en la cocina, el roce casi imperceptible de ropa contra la pared cuando se duchaba.

Martín había intentado racionalizar estos episodios. Los edificios viejos hacen ruidos, se había dicho. Los recuerdos son frágiles, los objetos se mueven solos por las vibraciones del tráfico. Pero había algo más, algo que no podía explicar con la lógica cartesiana que había cultivado durante años de trabajo administrativo y noches solitarias.

Era la sensación de ser observado.

No se trataba de paranoia, al menos no en el sentido clínico del término. Martín conocía la diferencia entre la ansiedad y la intuición. Esta era otra cosa: una presencia tangible pero invisible, como el peso del aire antes de una tormenta. Había momentos en los que, mientras leía o miraba televisión, sentía que alguien lo estudiaba con la intensidad de un entomólogo examinando un insecto raro.

Se daba vuelta entonces, con un movimiento brusco que pretendía sorprender al intruso, pero encontraba siempre la misma realidad vacía: las paredes desnudas, las sombras proyectadas por la lámpara de pie, el silencio denso de su departamento de soltero. Era en esos momentos cuando la sensación se intensificaba, como si su observador invisible se divirtiera con estos pequeños juegos del gato y el ratón.

Una noche de marzo, mientras cenaba frente a la computadora, Martín encontró un archivo nuevo en su escritorio. Se llamaba "Mensaje de un amigo" y tenía fecha de esa misma tarde, aunque él recordaba perfectamente haber estado en la oficina hasta las seis. Su primer impulso fue borrarlo, pensando en algún virus o malware, pero la curiosidad pudo más que la prudencia.

Lo que leyó lo dejó paralizado.

El texto era una confesión íntima, escrita por alguien que afirmaba conocerlo desde hacía años. Alguien que había estado observándolo, estudiando sus rutinas, aprendiendo sus gustos. Alguien que sabía qué había almorzado ese día —milanesa con puré en el bar de Defensa— y qué historias leía en las noches insomnes. Alguien que finalmente había decidido presentarse.

Martín leyó el mensaje tres veces antes de que su cerebro procesara completamente la información. No era una broma. El nivel de detalle era demasiado específico, demasiado personal. Las referencias a momentos exactos en los que había sentido una presencia detrás de él eran precisas hasta lo inquietante.

Se levantó de la silla y comenzó a caminar por el departamento, encendiendo todas las luces. Revisó el baño, el dormitorio, la cocina. Verificó que la puerta estuviera cerrada con llave, que las ventanas tuvieran los postigos corridos. Todo estaba en orden, todo estaba como debía estar, pero la sensación de vulnerabilidad era abrumadora.

Volvió a la computadora y releyó el mensaje. "Te mostraré mi rostro esta noche", decía la última línea. Martín miró el reloj: las once y cuarto. Se preguntó si debía llamar a la policía, pero ¿qué les diría? ¿Que alguien había dejado un mensaje en su computadora? ¿Que se sentía observado? En el mejor de los casos, lo tomarían por un neurótico. En el peor, por un loco.

Decidió quedarse despierto.

Se preparó un café cargado y se instaló en el sillón de la sala, desde donde podía ver tanto la puerta de entrada como el pasillo que llevaba a los dormitorios. Tenía el teléfono en la mano, listo para marcar el 911 ante cualquier signo de peligro. Las horas pasaron con una lentitud exasperante. Cada sonido del edificio —el ascensor, los pasos de algún vecino insomne, el rumor lejano del tráfico— se amplificaba en sus oídos hasta volverse amenazante.

A las dos de la madrugada, cuando ya comenzaba a sentir que todo había sido producto de su imaginación, escuchó algo que lo hizo saltar del sillón. Era un sonido que conocía bien, el crujido de la tabla suelta del piso de su dormitorio. Alguien estaba adentro.

Martín se acercó al pasillo y gritó:

—¡Sé que estás ahí! ¡Salí!

El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier respuesta. No era el silencio de un departamento vacío, sino el silencio tenso de alguien que contiene la respiración, que espera en las sombras. Martín avanzó por el pasillo, paso a paso, con el teléfono en una mano y un cuchillo de cocina en la otra.

La puerta del dormitorio estaba entreabierta, aunque recordaba haberla cerrado. Una corriente de aire frío salía del cuarto, llevando un olor extraño, como a tierra húmeda y hojas muertas. Martín empujó la puerta con el pie y encendió la luz.

El dormitorio estaba vacío, pero algo había cambiado. Los libros de la mesa de luz estaban ordenados de manera diferente. Las cortinas se movían suavemente, aunque las ventanas estuvieran cerradas. Y sobre la cama, extendido como una ofrenda, había otro mensaje impreso.




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