El sol de la tarde de abril entraba tibia por las cortinas de la casa cuando mi padre se detuvo frente al cuadro. Había pasado por ahí miles de veces en los últimos meses, pero esta vez fue diferente. Se quedó inmóvil, con esa mirada perdida que había aprendido a reconocer, aunque en esta ocasión había algo más: una chispa que no veía desde hacía mucho tiempo.
—¿Quién es? —preguntó de repente, señalando la fotografía enmarcada.
Dejé de leer el periódico y lo miré. Allí estaba, mi padre de setenta y ocho años, contemplando el retrato de mamá con la misma expresión de asombro que debió tener cuando la conoció por primera vez hace sesenta años.
—¿Papá? —Me acerqué despacio. En estos días, cualquier movimiento brusco podía hacer que se perdiera nuevamente en la niebla de su mente.
—Esta mujer —dijo, sin apartar la vista de la foto—. Es... es muy hermosa. ¿La conozco?
Sentí que se me formaba un nudo en la garganta. En la fotografía, mamá tenía cuarenta y tres años. Llevaba aquella remera roja que tanto le gustaba, el cabello enrulado suelto cayendo sobre sus hombros, y esa sonrisa que iluminaba cualquier habitación. Había sido tomada en nuestro jardín, un domingo de primavera como este.
—Sí, papá. La conocés.
—¿Cómo se llama? —Su voz tenía una urgencia que no había escuchado en meses.
—Elena —respondí—. Se llamaba Elena.
—Elena —repitió, como si probara el nombre por primera vez—. Es lindo nombre. ¿Está...? ¿Está casada?
La pregunta me golpeó como un puñetazo. ¿Cómo le explicas a alguien que estuvo casado con esa mujer durante cuarenta y cinco años? ¿Cómo le decís que ella murió hace tres años y que él lloró durante semanas?
—¿Te puedo contar una historia sobre ella? —pregunté, sentándome en el sofá y palmeando el cojín a mi lado.
Él asintió y se sentó, pero mantuvo la mirada fija en la fotografía.
—Elena era maestra de escuela —comencé—. Enseñaba en una primaria del centro. Tenía veintiocho años cuando conoció a un joven ingeniero que había llegado al pueblo para trabajar en la construcción del nuevo puente.
—¿Ingeniero? —preguntó, interesado.
—Sí. Un hombre tímido que le tenía miedo a las mujeres hermosas. Pero Elena era diferente. Cuando la vio por primera vez en la plaza, comprando flores en el mercado, supo que tenía que conocerla.
Papá sonrió levemente.
—Debía ser valiente.
—Para nada —reí—. Le tomó tres semanas juntar coraje para acercarse. Iba todos los sábados al mercado, comprando verduras que no necesitaba, solo para verla de lejos.
—¿Y después qué pasó?
—Un día, Elena se dio cuenta. En lugar de hacer como que no lo veía, se acercó y le dijo: "Si querés hablar conmigo, no hace falta que compres toda la verdulería".
Papá se rio, una risa genuina que no había escuchado en mucho tiempo.
—Le preguntó cómo se llamaba.
—¿Y cómo se llamaba?
—Roberto —dije suavemente—. Se llamaba Roberto.
—Roberto —murmuró—. Como yo...
—Sí, papá. Como vos.
Por un momento, algo pareció hacer clic en su mente. Me miró confundido, como si tratara de armar un rompecabezas.
—¿Yo conocí a Elena?
—Sí. Vos sos Roberto. Y Elena fue tu esposa.
—¿Mi esposa? —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¿Yo me casé con esa mujer?
—Durante cuarenta y cinco años, papá.
Se levantó del sofá y volvió al cuadro, acercándose tanto que casi tocó el vidrio con la nariz.
—No puede ser —susurró—. Una mujer así no se habría fijado en mí.
—Pero se fijó —dije, levantándome para estar junto a él—. ¿Querés saber por qué?
Él asintió, sin apartar la mirada de la foto.
—Porque viste en ella más que su belleza. Y ella vio en vos a alguien que la iba a hacer reír todos los días.
—¿La hacía reír?
—Todo el tiempo. Tenías una manera de encontrarle la gracia a las cosas más simples. Cuando ella venía cansada de la escuela, vos llegabas con alguna historia del trabajo, o le hacías alguna broma mientras cocinabas, y se le pasaba todo.
—¿Cómo fue cuando salimos? —preguntó, como un niño escuchando un cuento.
—La llevaste al cine. Daban "Cantando bajo la lluvia". Pero a mitad de la película empezó a llover de verdad, y el techo del cine viejo tenía goteras. En lugar de enojarse, Elena se puso a reír, y vos te enamoraste de esa risa.
—¿Y después?
—Después caminaron bajo la lluvia. No tenían paraguas, así que se taparon con el diario. Llegaron empapados a la casa de ella, pero dijo que había sido la mejor cita de su vida.
Papá tocó el marco de la foto con cuidado.
—¿Cuándo le pedí que se case conmigo?
—Al año, en el mismo lugar donde la conociste. En el mercado. Te escondiste atrás del puesto de flores y cuando ella fue a comprar sus margaritas de siempre, saliste con un anillo y rosas rojas.
—¿Me dijo que sí?
—Antes de que terminaras de preguntar. Dijo que había estado esperando todo el año a que te decidieras.
Una lágrima le rodó por la mejilla.
—¿Fuimos felices?
—Muy felices, papá. Tuvieron dos hijos.
—¿Hijos?
—María y yo. María vive lejos ahora, pero viene a verte. Y yo soy tu hijo menor.
Me miró con atención, como si me viera realmente por primera vez en meses.
—¿Vos sos mi hijo?
—Sí, papá. Me llamo David.
—David —repitió—. ¿Elena era tu mamá?
—Sí.
—¿Dónde está ahora? ¿Por qué no está conmigo?
Esta era la pregunta que más temía. La que me rompía el corazón cada vez.
—Elena se enfermó, papá. Hace tres años. Los doctores hicieron todo lo que pudieron, pero...
—¿Se murió? —Su voz se quebró.
—Sí.
Se dejó caer en el sofá, tapándose la cara con las manos.
—¿Por qué no me acuerdo? Si la quería tanto, ¿por qué no me acuerdo de su voz, de cómo se reía, de cómo era abrazarla?
Me senté junto a él y le puse el brazo alrededor de los hombros.
—Porque tenés una enfermedad que te saca los recuerdos, papá. Pero escuchame: que al ver su foto te hayas enamorado otra vez, sin acordarte quién era, eso demuestra que el amor de verdad va más allá de la memoria. Tu corazón la reconoció antes que tu cabeza.