Historias de una Ciudad que no Duerme y Otras Cosas

Dos Veces Mi Amor

Eva, sé que no me reconocés. Sé que cuando me mirás solo ves a un extraño con cicatrices frescas, alguien que insiste en visitarte cada día en esta habitación de hospital que huele a desinfectante y promesas rotas. Pero necesito contarte nuestra historia, porque tal vez las palabras puedan hacer lo que la memoria no logra: devolverte a nosotros.

Te enamoraste de mí hace seis años. O mejor dicho, nos enamoramos, porque fue mutuo y simultáneo, como esos rayos que caen al mismo tiempo en dos lugares distintos. Tenías diecisiete años y ese peinado con flequillo que te cubría la mitad de la frente. Yo era el tímido del curso que te miraba desde la última fila, convencido de que alguien como vos jamás se fijaría en alguien como yo.

Durante casi dos años solo me atreví a amarte en silencio. Te saludaba cada mañana con un "Hola, Eva" que salía más como un susurro, y vos me respondías con esa sonrisa que iluminaba mi día entero. A veces te quedabas después de clase ayudando a la profesora de matemática, y yo inventaba excusas para quedarme también, solo para verte concentrada resolviendo ecuaciones con esa arruga pequeña que se te formaba entre las cejas.

Hasta que anunciaron el baile de graduación. Era mi única oportunidad, mi ahora o nunca. Me la pasé una semana entera ensayando frente al espejo, practicando las palabras exactas, imaginando cada posible respuesta tuya.

Esa mañana me acerqué con el corazón golpeándome las costillas como un pájaro enjaulado:

—Eva, tengo algo que decirte, ¿me podrías esperar en la plaza de la otra cuadra a la salida?

Mis manos transpiraban tanto que las escondí detrás de la espalda. No podía mirarte a los ojos, esos ojos color miel que contenían todo el misterio del mundo. Pero vos pusiste tus manos en mis mejillas, me obligaste a mirarte, y con esa voz que tenía la cadencia de los ángeles me dijiste:

—Sin contacto visual no es lo mismo.

Cerrar los ojos cuando sonreíste fue tu manera especial de confirmar que algo hermoso estaba por empezar.

—Claro, ahí te espero, Alexander.

Me guiñaste el ojo izquierdo y te fuiste, dejándome allí parado como un idiota, sintiendo cómo mis piernas se convertían en gelatina. Caí de rodillas en pleno pasillo del colegio, y Roberto, mi compañero de banco, me preguntó si me había agarrado un patatús.

¿Te acordás de la Plaza de los Amores? No, claro que no te acordás. Pero tu cuerpo sí debería recordar: es donde te pedí que me esperaras, donde pensaste que Dylan te iba a invitar al baile y yo, cobarde, me escondí detrás de un árbol viendo cómo hablaban.

Era una de esas tardes de octubre en que el aire huele a jacarandás y la luz del atardecer lo pinta todo de dorado. Vos llegaste primero con Florencia y Mariana, tus amigas inseparables. Desde mi escondite te vi decirles algo al oído, y ellas se fueron entre risitas cómplices. Te quedaste parada en el centro, bajo el jardín colgante con flores amarillas y rojas, girando sobre vos misma como hacías cuando estabas nerviosa.

Entonces apareció Dylan. Alto, rubio, capitán del equipo de fútbol. Todo lo que yo no era. Los vi hablar durante diez minutos eternos, te vi reírte con esa risa cristalina que tanto me gustaba, y salí corriendo como un idiota, convencido de que te había perdido para siempre.

Al día siguiente me diste una bofetada que aún resuena en mis oídos.

—¡¿POR QUÉ ME DEJASTE ESPERANDO?! ¡POR MEDIA HORA ESTUVE AHÍ ESPERÁNDOTE Y NO APARECISTE!

Cuando te expliqué mis celos tontos, te reíste de una manera que hizo que todo cobrara sentido:

—Jajaja, ¡qué boludo! Él quiere invitar a una de mis amigas al baile y me estaba pidiendo ayuda, nada más.

En ese momento empecé a llorar. No de tristeza, sino de alivio, de esperanza, de la vergüenza de haber sido tan idiota. Y vos, con esa ternura que te caracterizaba, me dijiste:

—Jejeje, ¿por qué llorás, tontito?

Las palabras salieron solas de mi boca:

—¿Querés ir al baile conmigo? Eso era lo que quería decirte ayer.

Te sonrojaste en un segundo, abriste esos ojos de una manera que solo a vos te salía, te tapaste la cara con las manos y saliste corriendo otra vez hacia la plaza.

Te seguí, por supuesto. Nuestros amigos también, pensando que había pasado algo terrible. Pero cuando llegué hasta vos, cuando te abracé por detrás bajo ese jardín colgante que se mecía suavemente con la brisa, susurraste:

—Te tardaste demasiado, tonto.

Y mientras se te caía una lágrima, agregaste:

—Por supuesto que sí quiero ir con vos. ¿Y sabés qué? Vos también me gustás, y mucho.

Entonces nos besamos por primera vez. Tu primer beso, mi primer beso. El mundo se detuvo completamente. Tus labios sabían a chicle de menta y a futuro. El ruido de la ciudad desapareció, y solo quedamos vos y yo, y el perfume de las flores del jardín colgante, y el sol que se filtraba entre las hojas.

Nuestros amigos aplaudieron y gritaron, interrumpiendo la magia del momento. Pero cuando apoyé mi frente en tu frente y te dije las palabras más sinceras de mi vida, nada más importó:

—Te amo, Eva.

—Te amo, Alexander —me respondiste con alegría.

Desde ese momento hasta el baile solo faltaban dos semanas, pero fueron las dos semanas más intensas de mi vida adolescente. Cada día era una excusa para estar juntos.

Salíamos todas las tardes. A veces íbamos por helados a esa heladería de la esquina de tu casa, y vos siempre pedías chocolate con dulce de leche, y yo siempre frutilla, y terminábamos mezclando los gustos con las cucharitas como dos chicos traviesos. Otras veces caminábamos por el parque, y vos me contabas de tu sueño de ser maestra, de cómo te imaginabas frente a un aula llena de chicos con ojos curiosos, y yo te escuchaba embobado pensando que no había nada más hermoso que verte hablar de tus pasiones.

Una tarde fuimos al cine a ver una película romántica que elegiste vos, y yo fingí que me interesaba, pero la verdad es que me la pasé mirándote de reojo, fascinado por cómo te emocionabas con cada escena, cómo susurrabas los diálogos que ya sabías de memoria.




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