A los veinticinco años me había convertido en el confesionario humano de medio mundo. La gente me buscaba cuando sus vidas se desmoronaban, cuando necesitaban que alguien los escuchara murmurar sus pequeños apocalipsis personales. Era como si llevara un cartel invisible: "Aquí se reciben penas, horario corrido".
Todo empezó con Inés en un café de Palermo. Lloraba sobre un cortado frío, mirando su teléfono como si fuera una bomba. Tenía esa belleza que te rompe el corazón: pelo negro azabache, ojos verdes que contenían toda la tristeza del mundo.
—Mi novio me dejó —me dijo cuando me acerqué.
Me senté como si me hubiera invitado. Durante dos horas me contó su historia de infidelidades y drama. Yo la escuché, le ofrecí consejos no pedidos, y cuando se fue, algo había cambiado para siempre.
Al día siguiente volvió. Y al otro también. Me enamoré de ella en el proceso, obviamente. De su fragilidad, de su manera de necesitarme.
Pero Inés era apenas el comienzo. Cuando empezás a ser "esa persona" para alguien, se activa una señal invisible que atrae a todos los heridos del mundo.
Apareció Rodrigo, mi vecino, tocando timbre a cualquier hora para contarme su crisis existencial post-despido. Venía con vino y necesidad desesperante de que alguien le dijera que su vida tenía sentido.
También Camila, que me llamaba a las tres de la mañana con ataques de pánico. Yo la calmaba telefónicamente, después me quedaba despierto preguntándome si algún día alguien me contestaría cuando fuera mi turno de desintegrarme.
Lo jodido era que funcionaba. Rodrigo consiguió otro trabajo, Camila empezó terapia, Inés parecía más estable. Me convertí en el tipo con todas las respuestas. Pero hay algo que nadie te dice sobre ser el salvavidas emocional de todos: que te vas hundiendo de a poco, sin que nadie se dé cuenta.
La primera grieta llegó cuando traté de hablar de mis propios problemas.
—Sabés qué —le dije a Inés un martes lluvioso—, a veces yo también...
Sonó su teléfono. Su hermana con algún drama nuevo. Mi momento se esfumó como humo.
Intenté con Rodrigo cuando vino con su botella semanal.
—Pero vos sos diferente —me dijo—. Vos tenés todo bajo control. No sos como nosotros, los neuróticos de mierda.
Con Camila fue peor. Le conté que yo también tenía ataques de ansiedad.
—Pero vos sos mi roca —me dijo—. Si vos también estás mal, entonces estamos todos perdidos.
Esa frase me persiguió: "Vos sos mi roca". Como si yo fuera un objeto inanimado donde apoyarse sin considerar que las rocas también se erosionan.
Empezaron las pesadillas. Soñaba que era un frasco gigante en una plaza, la gente hacía cola para vaciar sus problemas adentro mío. Otras veces era un pozo donde gritaban hacia abajo mientras yo me ahogaba en un lodo hecho de lágrimas ajenas.
La peor pesadilla: era un edificio y la gente vivía en mis órganos. Alguien había instalado su depresión en mi hígado, otro su ansiedad en mis pulmones. Yo era consciente de todos, pero cuando pedía que se fueran, no me escuchaban. Era solo infraestructura.
El punto de quiebre llegó un jueves particularmente pesado. Rodrigo por la mañana con revelaciones sobre su madre, Camila al mediodía en pánico por un parcial, Inés con una nueva crisis laboral.
Sonó el teléfono esa noche. Número desconocido.
—Hola, soy Martín. Soy amigo de Camila. Me dijo que vos eras bueno para escuchar...
Corté el teléfono.
Me quedé ahí sentado, mirándolo, esperando que sonara de nuevo. No sonó. Y en el silencio, me di cuenta de algo aterrador: no sabía quién era cuando no estaba siendo el receptáculo de los problemas de otros.
Decidí hacer un experimento. Una semana completa sin ser "esa persona" para nadie.
Inés me mandó un mensaje: "Necesito hablar urgente".
Le respondí: "Hoy no puedo. ¿Te parece si hablamos mañana?"
Se retorcía el estómago escribiendo eso, pero no cedí.
Rodrigo tocó timbre con su expresión de "necesito-hablar".
—Hoy no es buen día —le dije.
Se quedó desconcertado, como si hubiera descubierto que yo era capaz de decir que no.
Lo más perturbador no fueron sus reacciones, sino la mía. Al segundo día sentí síndrome de abstinencia emocional. Me desperté a las tres de la mañana con ansiedad inexplicable, como si estuviera esperando una crisis que atender.
Me había vuelto adicto a ser necesario. Mi autoestima estaba construida sobre mi capacidad de resolver problemas ajenos. Sin eso, me sentía invisible, inútil, vacío.
Al tercer día, Inés apareció sin avisar.
—¿Qué te pasa? —me preguntó con ojos rojos—. ¿Hice algo mal?
—Inés —le dije—, ¿vos sabés qué cosas me gustan? ¿Mi color favorito? ¿Qué me da miedo?
—Eh... No sé por qué me preguntás eso. Yo vine porque necesito...
—Exacto. Siempre necesitás algo. Pero, ¿vos alguna vez te preguntaste qué necesito yo?
Su cara cambió, como si hubiera visto un fantasma. Como si hubiera descubierto que yo era una persona real, no solo una función.
Esa noche tuve la revelación más perturbadora: había creado un personaje. Durante años, sin darme cuenta, había construido una versión de mí que era más un rol que una persona. El tipo sabio, el que nunca se quiebra, el que puede cargar cualquier peso emocional.
Lo más jodido es que lo había hecho tan bien que yo mismo había olvidado que era solo un personaje.
Me paré frente al espejo del baño. Conocía cada arruga, pero no reconocía la expresión.
—¿Quién sos? —le pregunté a mi reflejo.
En ese silencio encontré la primera pregunta honesta que me había hecho en años.
Decidí profundizar el experimento. Si quería encontrar al tipo debajo del personaje, tenía que arriesgarme a que me rechazaran cuando no fuera útil.
Llamé a Inés.
—Quiero que vayamos al cine.
—¿Para qué?