Los viejos lo dejaron en la entrada principal del campus, como quien abandona un paquete en la puerta de un convento. El auto se alejó entre el tráfico porteño, llevándose consigo el último vestigio de ese fin de semana que ya se difuminaba en la memoria como un sueño ajeno. Martín se quedó allí, sintiendo el peso familiar de la soledad que lo esperaba en su cuarto de la residencia estudiantil.
Se agachó para alcanzar las valijas cuando la vio: una billetera negra atascada entre las rejas de la alcantarilla, como si el mismo Buenos Aires hubiera decidido expulsar ese objeto extraño de sus entrañas. Por un momento dudó. La ciudad estaba llena de trampas para los ingenuos, y él ya había aprendido a desconfiar de los regalos que ofrecía el pavimento. Pero algo en la forma en que la luz mortecina de la tarde se reflejaba en el cuero lo impulsó a actuar.
La rescató con la meticulosidad de un arqueólogo que desentierra una pieza fundamental, sintiendo en ese gesto algo que no sabía nombrar pero que se parecía al destino. Era de cuero negro, con un cierre plateado que relucía a pesar de la humedad. Una calcomanía de Hello Kitty, descolorida por el tiempo, decoraba la esquina inferior como una ironía cruel del destino.
Al abrirla, sus ojos se dilataron. Billetes de cien dólares se desplegaban ante él como las páginas de un libro prohibido. Los contó una, dos, tres veces, mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie lo observaba. Cuatro mil dólares. Una cifra que para un estudiante universitario argentino representaba más que dinero: representaba la posibilidad misma de escapar.
Podría tomarlos, pensó, y el pensamiento llegó con una claridad que lo asustó. Nadie lo sabría. Nadie me vio encontrarla. La tentación se asentó en su estómago como una piedra caliente. Con ese dinero podría mudarse de la residencia, tal vez incluso dejar de depender de sus padres. Podría ser libre.
Pero había una fotografía. Del tamaño de las que se usan para documentos, pero con la calidad y el brillo de una foto profesional. Una chica de cabello castaño que le llegaba a los hombros, sonrisa amplia y ojos que parecían contener toda la alegría del mundo. Era hermosa con esa belleza que duele, que se clava en el pecho como una astilla.
Durante tres días, Martín vivió con la billetera como si fuera una bomba de tiempo. La escondía bajo el colchón, después en el armario, después en su mochila. Cada ubicación le parecía insegura, cada lugar inadecuado para guardar algo que no le pertenecía pero que tampoco quería devolver.
Se despertaba a las tres de la mañana con el corazón acelerado, imaginando escenarios: la policía tocando a su puerta, sus padres descubriendo el robo, su futuro desmoronándose. Pero también se despertaba imaginando otros escenarios: el departamento que podría alquilar, los libros que podría comprar, la libertad que podría tener.
La búsqueda de la dueña comenzó como una forma de calmar su conciencia. Si no logro encontrarla en una semana, me quedo con el dinero, se dijo. Era un compromiso que sonaba razonable, moral incluso. Se sumergió en las redes sociales con la paciencia del investigador privado que había soñado ser, pero cada hora que pasaba buscando aumentaba su ansiedad.
¿Y si ella es rica?, se preguntaba mientras scrolleaba por Facebook. ¿Y si cuatro mil dólares no significan nada para ella? ¿Y si soy solo un idiota devolviendo dinero a alguien que lo va a gastar en ropa cara?
Durante el segundo día de búsqueda, Martín comenzó a crear una historia sobre la chica de la fotografía. Era de familia acomodada, obviamente. Estudiaba algo fácil, probablemente diseño o comunicación. Vivía en Palermo o Belgrano, en uno de esos departamentos con balcón francés que él había visto en las revistas. Los cuatro mil dólares eran probablemente dinero que le habían dado sus padres para gastos del mes.
La historia lo tranquilizaba y lo enfurecía a la vez. Se sentía justificado en considerar quedarse con el dinero, pero también se odiaba por construir esa narrativa. ¿Desde cuándo él era el tipo de persona que juzgaba a otros por su apariencia?
El tercer día fue el peor. Martín no pudo concentrarse en ninguna clase. Se descubrió mirando a cada chica rubia que pasaba, preguntándose si sería ella. La billetera pesaba en su mochila como si estuviera hecha de plomo. Cada vez que la tocaba, sentía una mezcla de excitación y náusea que lo confundía.
Esa noche, sentado en su cama, abrió nuevamente la billetera y estudió la fotografía con obsesión. Había algo en esos ojos, en esa sonrisa, que le hablaba de un mundo al que él nunca había pertenecido: el mundo de los que viven sin cuestionarse si merecen vivir. La odiaba y la deseaba al mismo tiempo.
Fue entonces cuando decidió hacer algo que hasta ese momento había evitado: subir la foto a un grupo de Facebook de estudiantes universitarios preguntando si alguien la conocía. Era arriesgado. Si ella veía la publicación, sabría que él tenía su billetera. No podría fingir que la había encontrado recientemente.
La respuesta llegó en menos de dos horas. Florencia Fernández, le decían Flor. Estudiante de primer año en Ciencias de la Comunicación, trabajaba medio tiempo en un complejo deportivo de Núñez. Cada detalle que conseguía sobre ella era como una puñalada a la fantasía que había construido.
No era rica. No estudiaba por capricho. Trabajaba.
Todavía podés quedarte con el dinero, susurró una voz en su cabeza. Tal vez no lo necesite tanto. Tal vez tenga otros ahorros.
Pero Martín ya sabía que iba a devolverlo. Lo había sabido desde el momento en que subió la foto. Lo que no sabía era por qué se sentía tan decepcionado por hacer lo correcto.
El complejo deportivo estaba siendo renovado. Cuando Martín llegó, el lugar parecía haber sufrido el bombardeo de la realidad contra los sueños. Grúas, obreros, polvo y ruido configuraban un paisaje de destrucción creativa que coincidía perfectamente con su estado mental. Había un patrullero policial estacionado afuera, probablemente controlando el tráfico durante las obras.