Historias de una Ciudad que no Duerme y Otras Cosas

La Intervención

La tarde se desplegaba con esa pesadez particular de los centros comerciales, donde el tiempo parece suspenderse en un limbo artificial de luces fluorescentes y música de fondo. Elena deambulaba entre los percheros con la parsimonia de quien no busca nada en particular, pero que se resiste a admitir la vacuidad de su búsqueda.

El sombrero de ala ancha que llevaba proyectaba una sombra que fragmentaba su rostro en geometrías cambiantes. Era consciente de esto, de la manera en que la penumbra la transformaba en algo más misterioso de lo que realmente era: una mujer de mediana edad, divorciada hace tres años, que había desarrollado la costumbre de perderse en los laberintos comerciales los sábados por la tarde.

Fue entonces cuando escuchó el correteo irregular, casi musical, que se acercaba desde algún punto indeterminado de la tienda. Era el tipo de ruido que produce un niño cuando descubre que el mundo es un territorio por conquistar.

El chico apareció como una aparición fugaz entre los maniquíes. Tendría cinco años, quizá seis, con ese cabello castaño que la luz artificial aclaraba y una remera de Paw Patrol. Se movía con esa energía desbordante que caracteriza a los niños cuando se sienten libres, cuando el mundo adulto no los vigila con su red de prohibiciones.

Elena sonrió involuntariamente. Había algo reconfortante en esa espontaneidad, en esa capacidad de transformar un espacio comercial en un parque de diversiones. El chico le recordó a su sobrino Tomás, que vivía en Córdoba.

Volvió su atención a las faldas. Una de color terracota había capturado su interés. Se la colocó contra el cuerpo y se miró en uno de esos espejos estratégicamente ubicados.

El correteo regresó, más cercano esta vez. El chico había vuelto, explorando ahora la sección de pantalones femeninos con curiosidad científica. Elena lo observó de reojo mientras fingía evaluar la caída de la falda. Había algo inquietante en la persistencia del niño en esa área específica.

Fue entonces cuando apareció el hombre.

Su presencia se materializó de manera gradual, como si hubiera estado allí todo el tiempo. Era de esos individuos que parecen cargar con el peso de varios días sin ducharse. Los pantalones caqui le colgaban arrugados, la camisa alguna vez blanca mostraba manchas de origen incierto, y la gorra de béisbol calada hasta las cejas creaba una sombra que volvía ilegible la mitad superior de su rostro.

—Hola, Matías —dijo con una familiaridad que inmediatamente activó todas las alarmas en el sistema nervioso de Elena.

El chico se detuvo en seco. Su sonrisa se desvaneció como si alguien hubiera apagado un interruptor, y dio un paso atrás instintivo.

—Vamos, tenemos que irnos —continuó el hombre—. Tu mamá me pidió que viniera a buscarte.

Elena sintió cómo se le erizaba la piel. Había algo profundamente equivocado en la escena que se desarrollaba a metros de ella.

El niño —Matías, según había dicho el hombre— negó con la cabeza, pero su negativa fue débil, dubitativa. Elena podía ver el conflicto que se desarrollaba en su mente infantil: las advertencias sobre los peligros de hablar con desconocidos, pero también la confusión natural de un niño ante una situación para la cual no ha sido preparado.

—¿Qué pasa, campeón? —insistió el hombre, y Elena notó cómo su sonrisa se ampliaba de manera poco natural, revelando dientes amarillentos—. Tu mamá me dijo que te fuiste corriendo después de que se enojó contigo. Me pidió que te trajera de vuelta. Podemos parar a comprar un helado.

El chico miró hacia sus pies, claramente incómodo.

—N-no... —comenzó a decir Matías, pero su voz se quebró—. No se supone que hable con...

—¿Con desconocidos? —El hombre completó la frase con una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora—. Pero yo no soy un desconocido, Mati. Soy Mario, ¿te acordás? El amigo de tu mamá del trabajo.

Elena sintió cómo la situación se precipitaba hacia un punto de no retorno. El hombre había cruzado una línea al inventar una identidad específica, creando una narrativa que el niño no podía verificar pero que sonaba lo suficientemente plausible como para generar dudas.

La tienda parecía haberse vaciado súbitamente. Elena miró alrededor y confirmó lo que ya sabía: estaban solos en esa sección. Los otros compradores se habían desplazado hacia otras áreas, y la música ambiental continuaba su loop infinito enmascarando exactamente este tipo de situaciones.

Elena se encontró en ese estado peculiar que los psicólogos llaman "paralización por análisis". ¿Y si realmente era un amigo de la madre? ¿Y si ella estaba interpretando mal una situación perfectamente inocente? ¿Tenía derecho a intervenir basándose únicamente en una intuición?

Pero entonces miró al niño luchando con su propio dilema. Matías miraba alternadamente al hombre y hacia diferentes puntos de la tienda, como si esperara que apareciera su madre. Sus pequeñas manos se abrían y cerraban nerviosamente, y Elena pudo ver cómo se mordía el labio inferior.

Fue en ese momento cuando Elena tomó conciencia de algo fundamental: no importaba si sus sospechas eran correctas o no. Lo que importaba era que un niño estaba claramente angustiado, atrapado en una situación que no podía manejar solo.

La decisión, cuando finalmente llegó, fue instantánea y total. Elena dejó caer la falda y se acercó con pasos firmes. Se agachó hasta quedar a la altura de los ojos del niño.

—Hola —dijo con una sonrisa cálida—. ¿Tu nombre es Matías?

El niño asintió, claramente aliviado de tener a otro adulto en la conversación.

—Perfecto, Matías. Y decime, ¿vos conocés a este señor?

La pregunta era simple, directa, imposible de malinterpretar. Elena mantuvo su voz en un tono conversacional, pero sabía que esas palabras funcionarían como un bisturí, cortando a través de todas las ambigüedades.

Matías negó con la cabeza, y en ese gesto Elena vio toda la confirmación que necesitaba.




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