Todo comenzó con un reloj. Un simple reloj de bolsillo que encontré en el desván de mi abuelo tras su funeral. Nadie más pareció prestarle atención, pero algo en él me llamó. Su esfera tenía grabados símbolos extraños en lugar de números, y las agujas giraban en sentido contrario. Lo guardé en mi bolsillo como recuerdo, sin imaginar que acababa de cambiar mi destino para siempre.
La primera vez que ocurrió, estaba durmiendo. Un zumbido me despertó. El reloj vibraba en mi mesa de noche, sus agujas girando frenéticamente. Cuando intenté agarrarlo, una luz cegadora me envolvió. Sentí como si el mundo se deshiciera a mi alrededor, y luego... silencio.
Desperté en medio de una calle desconocida, rodeado de autos antiguos y personas vestidas como en los años 90. El periódico del quiosco confirmó mis temores: 15 de marzo de 1997. Había viajado 28 años al pasado.
Los siguientes meses fueron un laberinto de apariciones y desapariciones. El reloj me llevaba sin aviso ni patrón. A veces permanecía horas en una época, a veces apenas minutos. Aprendí a vivir siempre preparado, siempre alerta. Pero sobre todo, aprendí a guardar silencio sobre mi secreto.
Fue durante uno de esos saltos que llegué al pequeño café. Era mayo de 2000, lo supe por la canción de U2 que sonaba en la radio y la revista sobre el mostrador. Me senté, como siempre hacía, a observar y orientarme.
Entonces ella entró.
Un vestido verde claro que ondeaba suavemente. Su cabello castaño recogido en una coleta desordenada. Esa sonrisa que conocía de las fotografías amarillentas del álbum familiar. Mi madre. Veinticinco años más joven que en mis últimos recuerdos. Viva.
El mundo se detuvo.
Mis manos temblaron cuando la vi acercarse al mostrador, pedir un té, dirigirse a una mesa cercana. Cuando pasó junto a mí, el aroma de jazmín de su perfume me devolvió a mi infancia de golpe. Ese perfume que dejó de usar cuando yo tenía diez años, cuando la enfermedad comenzó a cambiarla.
Sin poder contenerme, me acerqué a su mesa.
—Disculpe, ¿puedo sentarme un momento?
Ella levantó la mirada, sorprendida, pero sonrió con esa calidez que recordaba.
—Claro.
Me senté frente a ella, hipnotizado. Estaba ahí. Real. Respirando.
—¿Te pareces increíblemente a alguien que conocí —tartamudeé—. A mi madre.
—¿De verdad? —Su sonrisa se amplió—. Qué coincidencia.
—Murió hace cinco años.
Las palabras salieron solas. Era verdad en mi tiempo, aunque técnicamente aún no había sucedido en el suyo.
Su rostro se suavizó.
—Lo siento mucho. Debe ser muy difícil.
—Lo es. Hay tantas cosas que nunca le dije...
La vi acariciar distraídamente su vientre. Ese gesto protector, inconsciente.
—¿Estás esperando un bebé? —pregunté, aunque ya lo sabía.
Su rostro se iluminó.
—Sí, de cuatro meses. Es mi primer hijo.
—Serás una madre maravillosa.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —rio suavemente.
Porque te vi serlo, pensé. Porque me amaste con una intensidad que aún me abraza en las noches frías. Porque me cantabas hasta quedarme dormido, porque inventabas cuentos donde yo era el héroe, porque cuando me enfermaba te quedabas despierta toda la noche cuidándome.
—Simplemente lo sé —dije.
Ella me miró con curiosidad.
—Es extraño, pero siento como si te conociera.
Si supieras, mamá. Si supieras que soy yo, tu hijo, el bebé que llevas en el vientre, viajando a través del tiempo para verte una vez más.
—¿Sabes algo? —susurró, como compartiendo un secreto—. Creo que será un niño. Y no puedo explicarlo, pero ya lo amo tanto que duele. Quiero protegerlo de todo, darle el mundo entero.
Las lágrimas se agolparon en mis ojos. Recordé todas las veces que me dijiste exactamente eso, incluso cuando la quimioterapia te debilitaba, incluso cuando apenas podías mantenerte en pie.
—¿Estás bien? —preguntó, preocupada.
—Me recuerdas tanto a ella.
Extendió su mano y tomó la mía. El mismo tacto suave, las mismas manos que me consolaron mil veces.
—Tu madre debió ser muy especial.
—La más especial. Me enseñó que el amor no conoce límites. Que una madre siempre encuentra la manera de cuidar a su hijo, sin importar qué.
—¿Cómo se llamaba?
—María —susurré su nombre como una oración.
—Qué hermoso nombre. Yo también me llamo María.
Por supuesto que sí, mamá. Por supuesto.
Hablamos durante horas. Le conté historias cuidadosamente editadas de mi vida. Ella me habló de sus sueños, de cómo se imaginaba leyéndole cuentos a su hijo, enseñándole a andar en bicicleta, viendo sus primeros pasos.
—¿Sabes? Aún no he elegido nombre para el bebé —dijo de repente—. He estado pensando en Daniel. Era el nombre de mi abuelo.
Mi nombre. El que ella me daría en cuatro meses.
—Daniel —repetí, saboreando cada sílaba—. Es perfecto.
—¿Tú crees?
—Estoy seguro de que será un niño especial, sin importar cómo se llame. Pero Daniel... Daniel suena a alguien que va a amar profundamente a su madre.
Ella sonrió, acariciando su vientre.
—Espero que tengas razón.
Sentí el reloj vibrar en mi bolsillo. No, aún no. No podía irme todavía.
—Tengo que marcharme pronto —dije con urgencia.
—Oh, qué pena. Ha sido una conversación hermosa.
—Para mí también ha sido... todo.
—¿Puedo pedirte algo antes de que te vayas? —sus ojos se llenaron de una vulnerabilidad que me partió el corazón—. ¿Podrías abrazar a una futura madre nerviosa? Sé que es extraño, pero...
—Por supuesto.
Me levanté y la abracé. Su calor, su aroma, la sensación de seguridad absoluta que siempre me diste. Cerré los ojos, grabando cada segundo en mi memoria.
—Todo va a estar bien —susurré en su oído—. Vas a ser la mejor madre del mundo. Y tu hijo... tu hijo te va a amar con cada célula de su cuerpo, cada día de su vida.
Cuando nos separamos, ambos teníamos lágrimas en los ojos.