Martín Ezequiel Ramos no recordaba cuándo había comenzado a olvidar. Vivía en un departamento de San Telmo, en una de esas casas que susurran historias de tango en cada baldosa. Desde la ventana de su cocina podía ver el río marrón que arrastra sueños y desechos con la misma indiferencia.
El tiempo, pensaba mientras revolvía el café, devora los recuerdos más dulces primero. Quedan solo los amargos, pero hasta esos se van diluyendo.
Era un miércoles gris de abril cuando llegó la carta. El sobre era crema, con una caligrafía familiar que no pudo ubicar en su memoria fragmentada.
"Martín, sé que han pasado quince años desde aquella noche en el puente. Probablemente ya no te acordás de mí, pero yo nunca pude olvidarte. Mañana jueves voy a estar en el Café Tortoni a las cinco de la tarde. Si querés, vení. Lo que vivimos fue hermoso, pero también terrible. Tal vez sea hora de que hablemos. Con amor, siempre, Elena."
Elena. El nombre le cayó como una piedra en el estómago. Ese nombre que había enterrado tan profundo que ya creía que era una invención. Pero ahí estaba, y su mundo se tambaleó como un castillo de naipes.
Se sentó en el sillón de cuero que había heredado de su viejo. Cerró los ojos y trató de recordar. Elena. Quince años. El puente.
Siempre fragmentos: una risa clara, manos que se entrelazaban, una voz susurrando: "Somos inmortales, Martín. El amor nos hace inmortales." Y después, algo terrible que su mente se negaba a reconstruir.
Pasó el día caminando por las calles de Buenos Aires. Cada esquina le gritaba recuerdos que no quería escuchar. Buenos Aires es una ciudad que no perdona: te abraza y te ahoga, te susurra promesas de eternidad y después te abandona con la certeza de que todo es transitorio.
El jueves amaneció con luz plomiza. Martín se despertó con la sensación de haber soñado toda la noche, pero solo quedaba una sensación de vuelo, de haber flotado sobre la ciudad.
A las cuatro y media estaba frente al Café Tortoni. Respiró profundo: el aire olía a café y nostalgia, a promesas incumplidas. Entró.
La encontró en la mesa del rincón, la misma de aquella última vez. Elena había envejecido elegantemente, como envejecen las mujeres que han amado mucho y sufrido en silencio. Tenía el cabello gris recogido y usaba un vestido negro. Cuando lo vio, sonrió, y en esa sonrisa Martín vio el eco de todas las que había perdido.
"Martín. Gracias por venir."
El café llegó sin pedirlo. Por un momento ninguno habló.
"No me acordaba de vos", mintió Martín.
"Sí te acordabas", respondió Elena. "Te acordabas cada vez que te despertabas llorando sin saber por qué. Cada vez que escuchabas esa canción que cantábamos juntos. Te acordabas, pero elegiste olvidar."
Martín la miró a los ojos. Eran los mismos: marrones como el café, profundos como pozos.
"¿Por qué ahora?"
Elena revolvió su café. "Porque me estoy muriendo. Cáncer. Tres meses, tal vez cuatro. Y hay cosas que no puedo llevarme a la tumba."
El mundo se detuvo. Elena, muriendo. Elena, que había sido su ángel.
"Contame", le dijo.
Elena comenzó a hablar. Reconstruyó los días en que se conocieron en la facultad de Filosofía, cuando creían que podían cambiar el mundo. Las tardes en el Parque Lezama leyendo poesía, sintiendo que eran los únicos dos seres en un universo creado para ellos.
"Éramos ángeles", dijo Elena. "Ángeles que habían bajado del cielo para sembrar amor en este mundo gris. Eso nos decíamos, ¿te acordás? Que teníamos una misión."
Martín se acordaba. Las imágenes volvían como un cuadro al que le sacan el polvo. Elena recitando a Neruda, las noches conversando sobre el amor eterno.
"Éramos tan jóvenes", murmuró.
"Veintidós años y la certeza de que íbamos a estar juntos para siempre."
Hablaron de los proyectos perdidos. Elena quería ser escritora, él filósofo. Habían planeado casarse, tener hijos, envejecer juntos.
"Pero entonces llegó lo del puente", dijo Elena.
Martín sintió que algo se encogía en su pecho. "No me hagas recordar."
"Tenés que recordar para poder perdonarte."
Era diciembre, antes de Navidad. Habían discutido después de una fiesta, sobre el futuro, sobre si irse a Europa o quedarse. Palabras que salieron del alcohol y el cansancio, diseñadas para herir.
"Llegamos al puente", continuó Elena. "Y vos dijiste que tal vez nuestro amor era solo una ilusión romántica. Yo me fui y te dejé ahí. Pero después volví."
Esto era nuevo. "Volví al puente, pero ya no estabas. Había un patrullero, una ambulancia. Alguien me contó que habías saltado."
Martín se acordaba del agua fría, de haber pensado que tal vez Elena tenía razón sobre el amor y la muerte.
"Pero no me morí", dijo.
"No. Pero cuando fui al hospital no me quisiste ver. Desapareciste."
Martín recordó la vergüenza, la sensación de haber confundido el drama con el amor profundo.
"¿Por qué me buscaste?"
Elena lo miró con ojos que contenían toda la tristeza del mundo. "Porque necesito que sepas que yo también salté."
El café se había enfriado. Alrededor, las conversaciones se mezclaban en un murmullo, pero para ellos el mundo se había reducido a esa mesa.
"¿Qué querés decir?"
Elena se llevó las manos a la cara. "Después de que te fuiste del hospital sin verme, volví al puente todas las noches durante una semana. La séptima noche ya no pude más. Si vos habías saltado era porque nuestro amor era real. Decidí hacer lo mismo."
"Elena, no..."
"Salté porque quería alcanzarte, porque para mí también era imposible vivir sin vos."
La imagen de Elena cayendo se le clavó en el pecho. "Pero no me morí. Me sacaron, me internaron. Durante meses estuve en un psiquiátrico. Era amor que se había vuelto venenoso por falta de reciprocidad."
Elena le contó los años siguientes: cómo dejó la facultad, trabajos que no le gustaban, la imposibilidad de escribir. "Me casé con un contador bueno. Tuvimos una hija, Martina. La llamé así por vos."