La rutina nocturna había adquirido, con el paso de los meses, la cualidad mecánica de los actos que se ejecutan sin pensamiento. Martín Guerrero bajaba cada noche a las once y cuarto con Sócrates —así había bautizado al perro, con esa ironía porteña que disfraza la ternura— para cumplir con el ritual de siempre: cinco minutos en la vereda, quizás diez si el animal se demoraba. Era un ritual que había comenzado unos años atrás, cuando se mudó al departamento de Corrientes y Pueyrredón, y que desde entonces no había variado ni un solo día.
Martín era de esa clase de hombres que encuentran en la repetición una forma de orden, un dique contra el caos que percibía latiendo debajo de la superficie de la ciudad. Trabajaba como corrector de estilo en una editorial pequeña del microcentro, sumergido en mundos ajenos sin comprometerse demasiado con el propio. Sus días transcurrían entre manuscritos que corregía con la misma meticulosidad con que bajaba a pasear al perro: cada coma en su lugar, cada punto final como una pequeña victoria sobre la entropía.
Esa noche de abril, sin embargo, algo en el aire le resultó distinto. Los colectivos parecían pasar con menor frecuencia, las ventanas de los edificios vecinos permanecían a oscuras más temprano que de costumbre, y hasta los gatos callejeros brillaban por su ausencia.
Sócrates eligió su rincón preferido junto al palo borracho de la esquina. El perro era un mestizo de mediano porte, con esa inteligencia particular de los animales rescatados que parecen agradecer cada día su buena fortuna. Mientras olfateaba y decidía el lugar exacto donde hacer sus necesidades, Martín observaba la calle, un hábito que había desarrollado como una forma de meditación urbana.
Fue entonces cuando la vio.
Emergió de la penumbra entre los autos estacionados con esa naturalidad que solo poseen los fantasmas o los muy vivos. Una mujer de edad indeterminada —podía tener treinta o cincuenta años, era imposible saberlo bajo la luz amarillenta de los faroles—, vestida con ropas que no terminaban de pertenecer a ninguna época específica. Llevaba un tapado azul marino que había conocido mejores días y unos zapatos que hacían un ruido particular contra el asfalto, como si caminara sobre agua.
Lo que más lo perturbó, sin embargo, no fue su aparición súbita sino la familiaridad con que pronunció su nombre.
—Martín —le dijo, como si lo conociera de toda la vida.
Él la miró sin reconocerla. Tenía una de esas caras que se olvidan inmediatamente después de verlas, pero su voz poseía una cualidad particular, como si viniera de muy lejos o de muy adentro. Sus ojos eran de un color indefinido, que cambiaba según el ángulo de la luz.
—¿Nos conocemos? —preguntó él, tratando de mantener el tono casual que caracteriza a los porteños ante lo inesperado.
—Todos nos conocemos, Martín —respondió ella con una sonrisa que no llegaba a los ojos—. Solo que a veces se nos olvida. Es la maldición de vivir en una ciudad tan grande. Perdemos el rastro de la gente que importa.
Conversaron mientras Sócrates terminaba sus asuntos con la meticulosidad que lo caracterizaba. Ella hablaba de cosas triviales —el clima, el barrio, los edificios nuevos— pero había algo en sus palabras que le generaba una inquietud creciente. Era como si cada frase llevara un significado oculto.
—¿Vos vivís por acá? —le preguntó Martín.
—Digamos que paso mucho tiempo en el barrio —respondió ella, mirando hacia las ventanas iluminadas—. Vos, por ejemplo, bajás todas las noches a la misma hora. Once y cuarto en punto. Nunca antes, nunca después.
La precisión de la observación lo inquietó.
—Soy bastante rutinario —admitió.
—No es malo ser rutinario. Las rutinas nos protegen. Son como... como un escudo contra las cosas que no podemos controlar.
Cuando Sócrates dio por terminada su tarea, la mujer hizo su pedido:
—¿No tenés un pucho?
—No fumo —respondió Martín.
Ella asintió con una comprensión que parecía abarcar mucho más que su simple negativa.
—Claro. Vos no fumás. Nunca fumaste, ¿no?
—Probé cuando era adolescente, pero no me gustó. Mi viejo murió de cáncer de pulmón cuando yo tenía veinte años. Fumaba dos atados por día.
—Qué lástima. Los padres siempre se van demasiado temprano, ¿no? Uno nunca termina de hablar todo lo que quiere hablar con ellos.
La observación lo sorprendió por su precisión. Era exactamente eso lo que sentía: que había quedado una conversación incompleta.
—Sí —murmuró—. Exactamente eso.
Ella sonrió entonces, y por primera vez la sonrisa parecía genuina.
—Bueno, Martín. Fue un placer charlar. Seguramente nos volvamos a cruzar.
La forma en que lo dijo, como si fuera una certeza más que una posibilidad, le erizó la piel. Después se fue como había llegado, disolviéndose en la oscuridad de la calle.
De regreso en su departamento, mientras se preparaba un té que sabía que no iba a poder tomar, se preguntó cómo era posible que alguien lo conociera sin que él la recordara. Buenos Aires es grande, pero los barrios son pequeños. Conocía a la mayoría de los vecinos de vista, sabía quién era el portero de cada edificio.
Pero esa mujer era completamente nueva para él, y sin embargo hablaba como si lo conociera íntimamente. Había algo en su forma de moverse, en su manera de hablar, que le resultaba familiar, pero no lograba ubicar el recuerdo.
Esa noche no pudo dormir. Cada vez que cerraba los ojos, veía la sonrisa de la mujer, escuchaba su voz diciéndole "Vos no fumás" con esa certeza inquietante.
Durante el resto de esa semana, la rutina nocturna recuperó su carácter mecánico. Bajar, esperar, subir. Pero ahora tenía un elemento adicional: la expectativa. Cada noche, una pequeña parte de él esperaba verla emerger de entre las sombras. Y cada noche, esa expectativa quedaba sin cumplir.
El sábado decidió alterar ligeramente su rutina. Bajó a las once, después a las once y media, después a la medianoche. Como si fuera posible encontrarla cambiando las variables de la ecuación.