En el barrio de San Telmo, donde las baldosas flojas anuncian la llegada de cada transeúnte como un código morse urbano, vivía Esperanza Montiel con esa particular melancolía que caracteriza a quienes han aprendido a esperar lo que nunca llega.
I.
Esperanza había construido su mundo alrededor de un vacío. Como esos edificios porteños que se sostienen por el peso de los que los flanquean, su existencia encontraba equilibrio en la ausencia misma de lo que más necesitaba: un padre.
Cada domingo, desde la ventana de su departamento en el cuarto piso, observaba el ritual de las familias que se dirigían a la plaza. Los padres empujando hamacas, enseñando a andar en bicicleta, comprando globos en la esquina. Era un espectáculo que la fascinaba y la torturaba por igual.
Su madre, Dolores, trabajaba doble turno en una fábrica textil y llegaba cada noche con las manos manchadas de tinta y el alma un poco más gastada. Nunca hablaban del tema. Era como si hubieran firmado un pacto tácito: la ausencia del padre era territorio minado que ninguna se atrevía a pisar.
El edificio donde vivían era uno de esos conventillos reciclados que abundan en San Telmo, con patios internos que hacían eco de las conversaciones ajenas. Esperanza conocía los horarios de todos los vecinos, sus rutinas, sus pleitos domésticos. Pero quien más la intrigaba era Ramón, el portero.
Un hombre de unos sesenta años, con manos grandes y callosas que siempre olían a lavandina y cigarrillos baratos. Ramón había estado ahí desde que Esperanza tenía memoria. Era él quien le había enseñado a andar en bicicleta en el patio, quien le había curado las rodillas raspadas, quien le había explicado por qué llovía.
—Che, piba —le decía cuando la veía con cara de funeral—, la vida es como el subte en hora pico: siempre parece que falta lugar, pero siempre entra uno más.
Esperanza no terminaba de entender esas frases que Ramón soltaba como quien tira monedas en una fuente, pero algo en su manera de decirlas la tranquilizaba.
Cuando cumplió veinticinco años, decidió que ya era hora de conocer la verdad. Había ahorrado durante dos años para contratar a un detective privado, uno de esos tipos que tienen oficina en los altos de Lavalle.
El detective se llamaba Rossi. Su oficina era un cubículo atestado de expedientes y ceniceros desbordados.
—Mirá, piba —le dijo mientras anotaba en un cuaderno—, estos casos son como buscar una aguja en un pajar. Pero si el tipo está vivo y anda por Buenos Aires, lo encuentro.
Tres semanas después, Rossi la llamó.
—Lo encontré. Se llama Octavio Herrera, tiene cincuenta y dos años, está casado y tiene tres hijos. Trabaja en una empresa de seguros en Belgrano.
Esperanza se quedó muda. Tres hijos. Su padre había tenido tres hijos después de abandonarla.
II.
Esperanza tardó una semana en juntar coraje para llamar a su padre. Cuando finalmente lo hizo, fingió ser una cliente potencial.
—Señor Herrera, me gustaría conocerlo personalmente para hablar sobre un seguro de vida.
—Por supuesto, señora. ¿Le viene bien mañana a las cinco en el Café Tortoni?
Eligió el Tortoni porque era el lugar más público que se le ocurrió. Llegó media hora antes y se sentó desde donde podía ver la entrada. Había traído una foto vieja de su padre, pero cuando Octavio entró, lo reconoció inmediatamente. Los años habían puesto canas en sus sienes, pero la forma de caminar era la misma.
—¿Señora Montiel? —preguntó acercándose a la mesa.
—Sí, soy yo.
Se sentó frente a ella y pidió un café cortado. No hubo ni un destello de reconocimiento en sus ojos.
—Bueno, cuénteme qué tipo de seguro está buscando.
Esperanza lo observó durante unos segundos que se le hicieron eternos.
—En realidad, no estoy buscando un seguro —dijo finalmente—. Soy Esperanza Montiel Herrera. Soy tu hija.
El silencio que siguió fue como una grieta que se abre en la tierra. Octavio se quedó inmóvil, con la cucharita suspendida a medio camino. Esperanza pensó que él iba a levantarse y abrazarla.
Pero Octavio simplemente miró su reloj.
—¿Cuánto tiempo va a tomar esto?
—Yo... solo quería conocerte. Entender por qué te fuiste.
—Escuchame, piba —dijo con frialdad—. Yo me fui porque quise. Porque no estaba listo para ser padre. Tu madre lo sabía. Y ahora tengo una familia, una vida. No tengo lugar para fantasmas del pasado.
—Pero soy tu hija.
—Biológicamente, sí. Pero padre es otra cosa. Padre es el que está, el que se ocupa, el que se desvela cuando el pibe tiene fiebre. Yo nunca fui tu padre y no tengo intención de serlo ahora.
Se levantó, dejó unos pesos sobre la mesa y se fue sin mirar atrás.
III.
Esperanza volvió a su departamento como un fantasma. Cuando llegó al cuarto piso se desplomó sobre los escalones y empezó a llorar. Lloró con esa desesperación que viene de muy adentro.
Ramón la encontró ahí, hecha un ovillo contra la puerta.
—Che, piba —le dijo con voz áspera—, ¿qué te pasó?
Le contó todo. El detective, el encuentro, la frialdad de su padre. Ramón escuchó en silencio, fumando un cigarrillo tras otro.
—Sabés qué —dijo cuando ella terminó—, yo tengo algo que capaz te sirve.
Desapareció en su casilla y volvió con un cuaderno de tapa negra, viejo y gastado, con una calavera dibujada en la portada.
—Esto me lo dio mi vieja antes de morirse. Decía que era especial, que con él se podían cambiar las cosas. Yo nunca le di bolilla, pero capaz a vos te sirve.
Esperanza tomó el cuaderno entre sus manos. Era más pesado de lo que esperaba. La calavera de la portada tenía algo hipnótico.
—¿Qué se supone que hago con esto?
—Escribí lo que quisieras que hubiera pasado. Escribí tu historia como te hubiera gustado que fuera.
IV.
Al día siguiente, Esperanza se despertó con una sensación extraña. El cuaderno estaba sobre su mesa de luz, abierto en la primera página. Durante varios minutos se quedó inmóvil, con la birome suspendida sobre el papel.