Historias de una Ciudad que no Duerme y Otras Cosas

Los Sueños Sueños Son

La primera vez que Marcos escuchó la frase fue en boca de su abuela, mientras revolvía una taza de té que nunca se terminaba. "Los sueños sueños son", murmuró con esa voz cascada que parecía venir de muy lejos, "pero acá los podemos hacer realidad". Él tenía siete años y no entendía por qué la vieja sonreía de esa manera tan extraña cuando lo decía, como si guardara un secreto que pesaba más que el mundo.

Treinta años después, Marcos se encontró repitiendo esas mismas palabras frente al espejo de su baño. La espuma del jabón se deslizaba por su rostro formando patrones extraños, y por un momento tuvo la certeza de que el reflejo que lo miraba no era el suyo.

Todo había empezado con los insomnios. Noches enteras despierto, contando las grietas que se ramificaban por el techo como venas. Primero pensó que era estrés, pero después vinieron las visiones.

No eran sueños —para soñar hay que dormir, y Marcos había olvidado cómo hacerlo. Eran ventanas que se abrían en la realidad: veía calles que no existían, pobladas de gente que caminaba hacia atrás; edificios que se construían solos y se derrumbaban en cámara lenta. Veía a su abuela joven, bailando con un hombre sin rostro en un salón que flotaba en el vacío.

El psiquiatra le había recetado pastillas. "Alucinaciones hipnagógicas", le había dicho. "Es común en casos de insomnio severo."

Pero Marcos descubrió que podía controlar las visiones, moldearlas como arcilla. Y lo más increíble: podía traer cosas de vuelta.

La primera vez había sido casual. Había visto una moneda extraña con símbolos irreconocibles, y al tomarla, la había sentido fría y real contra su palma. Al "despertar", la moneda seguía ahí, sobre su mesa de luz.

Después vino la obsesión. Noches explorando ese territorio más allá del sueño, esa geografía donde las leyes físicas se doblaban. Trajo libros no escritos, fotografías de momentos que nunca habían ocurrido, cartas firmadas por mujeres inexistentes. Su departamento se llenó de objetos imposibles.

Pero algo estaba cambiando. Los límites entre las visiones y la realidad se difuminaban. A veces caminaba por la calle y de pronto estaba en uno de esos paisajes oníricos, sin saber cuándo había ocurrido la transición. Otras despertaba después de lo que creía una visión breve, solo para descubrir que habían pasado días sin comer.

Sus amigos se alejaron. Su familia dejó de llamarlo. El mundo cotidiano se volvió una película vista desde afuera.

Fue entonces cuando conoció a Elena.

La encontró parada en la esquina de una calle imposible, vestida con un abrigo que cambiaba de color según el ángulo. Era hermosa de esa manera que duele, con la belleza de las cosas que están a punto de desaparecer.

"¿Vos también venís del otro lado?", le preguntó, y su voz sonaba como el eco de una campana.

Elena le contó su historia. Había empezado como él: insomnios, visiones, la capacidad de traer objetos de vuelta. Pero había ido demasiado lejos.

"¿Sabés qué pasa cuando uno pasa demasiado tiempo acá?", le preguntó. "Se empieza a olvidar de dónde vino. Se olvida qué es real y qué no. Al final, uno queda atrapado entre los dos mundos."

"¿Cuánto tiempo llevás acá?", preguntó Marcos.

"No lo sé. Podrían ser días o años. El tiempo no funciona igual."

Caminaron juntos por calles que se reconfiguraban a cada paso, por plazas donde los árboles crecían hacia abajo. Elena le mostró bibliotecas infinitas con libros que se escribían solos, teatros donde las obras empezaban por el final.

"¿Por qué me mostrás todo esto?"

"Porque necesito que alguien más lo vea. Si no, voy a dudar de que sea real."

Marcos entendió que Elena no era solo una guía: era una advertencia.

Pero no podía parar. Cada noche se sumergía más profundo, explorando territorios infinitos. Descubrió que podía modificar el pasado, crear memorias nuevas, borrar eventos. Una noche decidió buscar el origen de la frase de su abuela.

Navegó por las memorias familiares hasta encontrar el momento exacto. Su abuela tenía dieciocho años, enamorada de un hombre del teatro. Él le susurraba al oído mientras bailaban: "Los sueños sueños son, pero acá los podemos hacer realidad."

Era el mismo salón de sus primeras visiones. Y con horror, Marcos comprendió que el hombre sin cara era él mismo.

Había estado influenciando su propia existencia desde el principio. Una paradoja que lo mareaba: ¿había heredado la capacidad o se la había dado él mismo?

Elena lo encontró esa noche mirando un atardecer que duraba horas.

"¿Qué descubriste?"

Él le contó todo. Elena suspiró con tristeza infinita.

"Yo también busqué mi origen. Pero cuanto más busqué, más me perdí. No hay punto de partida. Solo el eterno presente de este lugar."

"¿Entonces qué hacemos?"

"Podemos elegir. Quedarnos acá para siempre, o tratar de volver."

"¿Volver a qué?"

"A la vida pequeña, limitada, mortal, pero real."

"¿Cómo se vuelve?"

"Hay que renunciar a todo. Aceptar que los sueños sueños son, y que la realidad es lo único que tenemos."

"¿Vos vas a volver?"

"No puedo. Ya no sé quién era antes."

Marcos se dio cuenta entonces de que Elena no tenía sombra. Sus pies no tocaban el suelo.

"¿Vos sos real?"

"En este lugar, ser real es una decisión. Yo decidí ser real para vos."

Esa noche, Marcos tomó una decisión. Regresó a su departamento, destruyó todos los objetos del otro mundo, tiró las pastillas. Se acostó y, por primera vez en meses, se durmió.

Durmió tres días seguidos. Al despertar, el mundo había recuperado su solidez. Las grietas eran solo grietas, los reflejos solo reflejos.

Pero en el fondo de su memoria seguía la voz de Elena: "Los sueños sueños son, pero acá los podemos hacer realidad."

Y sabía que si volvía a sufrir insomnio, no podría resistir la tentación.

A veces, caminando por la calle, creía ver a Elena en alguna esquina. Pero cuando se acercaba, no había nadie.




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