Historias de una Ciudad que no Duerme y Otras Cosas

El Alimento de los Unicornios

Era una de esas tardes de abril en la pampa húmeda cuando el viento sur se vuelve cortante como una navaja y las hojas secas danzan en remolinos que parecen conjurar presencias invisibles. Martín observaba desde la ventana de la cocina cómo su hermana menor, Clara, dibujaba unicornios en el vapor del cristal empañado, sus dedos pequeños trazando siluetas que se desvanecían tan pronto como nacían.

La obsesión de Clara con los unicornios había comenzado tres meses atrás, durante uno de esos veranos sofocantes donde el tiempo parecía haberse detenido. Había encontrado un libro ilustrado en la biblioteca de Coronel Suárez —uno de esos volúmenes olvidados que esperan en los rincones más oscuros— y desde entonces su mundo se había transformado en un territorio habitado por estas criaturas quiméricas. No era una simple fascinación infantil; había algo más profundo en la manera en que Clara hablaba de ellos, como si realmente los hubiera visto.

Martín, que cursaba el último año del secundario, había comenzado a experimentar una extraña sensación cada vez que la observaba en sus rituales. Clara disponía pequeños objetos brillantes en el campo —fragmentos de vidrio, monedas, botones plateados— formando círculos perfectos que llamaba "llamadores". Pasaba horas sentada en el centro, inmóvil, con los ojos cerrados, esperando algo que nunca llegaba.

Su madre había muerto el invierno anterior. Un accidente en la ruta 3, una de esas tragedias banales que transforman la existencia en días vacíos. El padre, que trabajaba en el frigorífico, había reaccionado refugiándose en un silencio que se extendía por la casa como niebla tóxica. Clara, en cambio, había comenzado a hablar de unicornios poco después del funeral, como si estas criaturas fueran una forma de llenar el vacío materno.

Durante una de esas tardes melancólicas, Martín decidió intervenir en el mundo fantástico de su hermana. No lo hizo por bondad; había algo más complejo en sus motivaciones. Quizás la necesidad de controlar una realidad que se le escapaba, o curiosidad morbosa por ver hasta dónde llegaba la credulidad de Clara. En el galpón encontró un frasco grande de conservas y decidió convertirlo en "Comida de Unicornio".

El proceso fue meticuloso, casi ritual. Martín lo pintó con pequeñas motas plateadas, usando un pincel que había pertenecido a su madre. Cada punto era colocado con precisión obsesiva, como siguiendo un patrón invisible. Cuando terminó, el frasco parecía contener fragmentos de luna, una constelación miniatura que centelleaba bajo la luz.

Luego lo llenó. Recorrió las confiterías de Coronel Suárez comprando caramelos de colores imposibles: verdes extraídos de praderas inexistentes, azules como cielos de otros planetas, rosados que evocaban auroras. Los dispuso creando capas cromáticas que se sucedían como estratos de una realidad alternativa.

La etiqueta fue el toque final. Con letra cuidadosa escribió "Comida de Unicornio" en papel envejecido con té. Debajo añadió una frase que surgió espontáneamente: "Para atraer a los habitantes de los campos que solo aparecen cuando el mundo está dormido."

La reacción de Clara superó sus expectativas. Sus ojos se iluminaron con intensidad que a Martín le resultó conmovedora y perturbadora. Clara tomó el frasco, lo alzó hacia la luz y permaneció en silencio, como comunicándose telepáticamente con su contenido.

—¿De verdad funciona? —preguntó con seriedad impropia de sus siete años.

—Por supuesto —respondió Martín, sorprendido por su propia convicción—. Pero tenés que usarlo en el lugar y momento correctos. Los unicornios son muy selectivos.

Clara asintió con gravedad, como recibiendo instrucciones importantes. Esa noche, Martín la vio desde su ventana dirigiéndose al campo trasero. Llevaba su mochila rosa de unicornio y sus botas decoradas con cuernos dorados. Pero había algo diferente en su caminar, una determinación nueva, como si hubiera cruzado una línea invisible hacia un territorio más peligroso.

El campo trasero lindaba con un monte de eucaliptos que se extendía varios kilómetros. Durante el día era apacible, con ocasionales liebres y perdices. Pero de noche se transformaba completamente. Los árboles crecían en altura y densidad, las sombras se volvían profundas y había sonidos que no correspondían a ningún animal conocido.

Clara esparció caramelos del frasco en un semicírculo perfecto donde el pastizal se encontraba con los primeros eucaliptos. Los dulces brillaban bajo la luna como joyas, creando un sendero de colores hacia la oscuridad. Luego se sentó en el centro y esperó.

Al principio no pasó nada. Clara permanecía inmóvil con paciencia sobrenatural. Martín sintió inquietud creciente. Había algo perturbador en la imagen de su hermana sentada en la frontera entre lo doméstico y lo salvaje, rodeada de caramelos que brillaban como señales para entidades desconocidas.

Entonces aparecieron los primeros indicios de respuesta. No unicornios, sino algo más prosaico e infinitamente más amenazante. Los pumas habían regresado al sur bonaerense después de décadas, una recuperación que las autoridades celebraban pero que los rurales veían con preocupación.

El primer signo fueron ojos que brillaron entre los eucaliptos, reflejando la luna como espejos dorados. Luego otros, hasta que Martín contó seis pares observando a Clara desde la línea de árboles. La niña parecía no haberlos notado, o los había visto pero interpretado como algo distinto.

Martín despertó a su padre, que dormía en el sillón rodeado de latas de Quilmes vacías. Le tomó minutos explicarle y convencerlo de la urgencia. Cuando salieron al campo, Clara ya no estaba en su círculo.

Las huellas indicaban que había seguido el sendero de dulces hacia el monte, y que los pumas habían hecho lo mismo. Se adentraron armados con linternas y la escopeta que el viejo guardaba en el placard. El aire era helado y cada respiración se volvía vapor.




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