Historias de una Ciudad que no Duerme y Otras Cosas

El Hijo

Rosa había desarrollado, con los años, una extraña familiaridad con la desgracia ajena. En su casa de la calle Rivadavia, había convertido el cuidado de niños ajenos en algo parecido a una vocación. Los observaba mientras sus padres trabajaban o se perdían en laberintos de los que ya no sabían regresar.

Había visto de todo: niños que llegaban con hambre atrasada, con moretones que contaban historias que nadie quería escuchar, con esa mirada vidriosa que desarrollan los que aprenden demasiado pronto que la vida no es justa.

Pero nunca había visto nada como lo que vio aquella tarde de marzo, cuando el aire tenía esa densidad particular que precede a las tormentas.

El niño estaba sentado en la esquina del living, con los brazos cruzados y una mirada que parecía dirigirse hacia un punto más allá de las paredes, más allá del tiempo. No era solo su baja estatura lo que lo hacía diferente; era la ausencia total de movimiento, como si fuera una fotografía pegada sobre la realidad.

Los otros niños jugaban a su alrededor, pero él permanecía inmóvil, ajeno a sus risas, como si existiera en una dimensión paralela donde los sonidos llegaban amortiguados.

Rosa se acercó con esa cautela que había aprendido a desarrollar con los niños lastimados.

—¿Cómo te llamás?

El chico tardó un momento en responder, como si la pregunta hubiera viajado una distancia considerable.

—Nicola —dijo finalmente, sin mirarla a los ojos.

—¿Tenés hambre?

Entonces el niño la miró por primera vez, con unos ojos que parecían demasiado grandes para su cara, demasiado viejos para su edad.

—Sí, tía. Hace días que no como nada.

Rosa sintió que algo se movía en su estómago, una mezcla de compasión y algo más indefinible. Se dirigió a la cocina, preparó un sándwich, y cuando regresó al living, el niño había desaparecido.

No había ruido de puerta, no había pasos, no había explicación.

—¿Qué chico, tía Rosa? —le preguntó Martín, el mayor del grupo—. Acá no vino ningún chico nuevo.

Ninguno recordaba haber visto a Nicola. Rosa se quedó en el medio del living, con el sándwich en la mano, sintiendo que el mundo había desarrollado una grieta invisible.

Al día siguiente, Rosa empezó a hacer preguntas. Preguntó en el almacén, a las señoras de la plaza, a los chicos que jugaban en la calle. Nadie conocía a ningún Nicola, pero cuando Rosa lo describía, varias personas asentían con una expresión incómoda.

Fue doña Carmen quien le dio la pista:

—En la última casa de la calle, la que tiene las paredes descascaradas, vive una pareja con un chico chiquito. Hace tiempo que no los veo.

Esa tarde, Rosa le pidió a Jorge que la llevara hasta la casa. Su marido accedió con desgana.

La casa estaba al final de la calle, con paredes desconchadas y ventanas opacas. Jorge detuvo el auto y la miró con preocupación.

—¿Seguro que querés hacer esto?

—Tengo que encontrarlo —respondió Rosa, aunque su voz temblaba.

—Sabés qué, creo que deberías dejarlo pasar. No creo que ese chico exista.

Rosa lo miró con indignación.

—Él existe, y lo voy a encontrar.

Rosa se acercó a la casa sintiendo que el aire tenía algo de hospital, una mezcla de desinfectante y algo más siniestro. Golpeó la puerta. No hubo respuesta.

Rodeó la casa hasta llegar al fondo, donde descubrió un sótano con una ventana que tenía luz amarillenta día y noche.

No sabía de dónde había sacado el martillo. Después nunca pudo explicarse cómo había llegado hasta ahí, como si hubiera existido un corte en la continuidad.

Rompió la ventana con un golpe seco y se las arregló para pasar por la abertura.

El sótano estaba sumido en una oscuridad que tenía peso, que se pegaba a la piel. Rosa avanzó a tientas hasta que tocó algo suave, algo que tenía la textura de la carne pero estaba demasiado frío.

Era Nicola. Estaba atado con cuerdas, con una venda en los ojos y marcas en el torso que no eran solo moretones sino algo más deliberado. Rosa pensó que estaba muerto, pero cuando le desató las cuerdas, sintió un pulso débil pero persistente.

Lo levantó en brazos y lo llevó hacia la escalera.

En el piso superior, Rosa encontró a los padres de Nicola sentados en el sofá, muertos. Estaban vestidos con ropa mínima, pero sus posiciones sugerían un ritual. A su lado había botellas con un líquido espeso y oscuro, y sobre la mesa un polvo blanco que brillaba extrañamente.

Los cuerpos no olían a muerte sino a algo más dulce y nauseabundo. Sus caras tenían una expresión de éxtasis que era más horror que placer.

Rosa entendió que habían mantenido a Nicola en el sótano como parte de algo siniestro, como una conexión con algo que existía en los márgenes de la realidad.

Salió de la casa con Nicola en brazos, sintiendo que cada paso la devolvía al mundo normal. Cuando llegó al jardín, las fuerzas la abandonaron. Se desplomó con el niño, sintiendo que había cruzado una frontera invisible.

Jorge la ayudó a levantarse, pero Rosa ya no era la misma persona.

Los días siguientes fueron confusos. Los padres de Nicola, según la autopsia, habían muerto de una sobredosis de una sustancia no identificada. Habían estado muertos varios días, lo que planteaba preguntas inquietantes: ¿cómo había sobrevivido el niño? ¿Cómo había llegado a la casa de Rosa si estaba atado?

Las autoridades clasificaron el caso como "circunstancias extrañas" y lo archivaron. Nicola fue puesto bajo el cuidado de Rosa.

El niño se recuperó con velocidad sorprendente. En pocas semanas había ganado peso, recuperado el color, empezado a hablar. Pero había algo que seguía siendo diferente, algo que Rosa percibía cuando lo miraba sin que él se diera cuenta.

Nicola nunca habló de lo que había pasado en el sótano. Cuando Rosa le preguntaba, la miraba con esos ojos grandes y decía que no se acordaba. Pero Rosa sabía que sí se acordaba.

Con el tiempo, el niño se integró como si siempre hubiera pertenecido a la familia. Aprendió a tocar el piano con facilidad sobrenatural, desarrolló esa sonrisa que tienen los niños cuando descubren que el mundo puede ser seguro.




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