Capítulo 1: La Travesía
Antes del verano del 91, mis veranos tenían el color de la pared de la sala después de muchos años: un beige desvaído y familiar.
Eran vacaciones de puerta cerrada, fines de semana en casa de algún familiar o viajes de un solo día a turicentros donde el cloro de la piscina era la mayor aventura.
Yo, el mayor de cuatro, navegaba los primeros y torpes rayeros de la adolescencia con la única anécdota de haber vencido el nivel más difícil del Nintendo.
Pero ese año, mi Papá, un hombre de rutinas tan fijas como los muebles de la casa, hizo algo increíble: despegó un calendario y mostró una semana entera tachada en rojo. "Vacaciones", dijo. La palabra sonó a metal precioso. Por primera vez, tendría una historia que contar.
El día de la partida fue, un caos bendito bajo la supervisión de mi madre, preparando el equipaje y preguntando si ya todo estaba listo, hasta que alfin llego el momento de salir.
El camino se convirtió en un dragón de asfalto que escupía calor, una Travesía que nos hacia sentir que, por momentos, era mejor nunca haber salido de casa.
Entramos a la Costa Sur y el aire se volvió espeso, una sopa húmeda y pesada. Éramos como cuatro sardinas sudorosas en la lata de acero de nuestro auto.
Finalmente, llegamos a nuestro destino, despues de innumerables quejas y musica aburrida. Al fin llegamos al hotel. El recepcionista, con la piel curtida como cuero viejo, nos dio una llave y un guiño. "Sus cabañas están al otro lado. Jorge los llevará en su lancha." ¿Lancha? nos preguntamos mis hermanos y yo, pues dimos por hecho que, ya estabamos en el hotel, nos quedamos callados, y solo seguimos.
Siguiendo sus indicaciones, llegamos a un muelle de madera carcomida. Jorge, un hombre de sonrisa blanca y manos nudosas, nos ayudó a subir. El motor rugió y partimos la superficie del agua, fue emocionante estar sobre esa lancha. Nos contó que donde ahora navegábamos, antes había arena. "El mar se retiró hace mucho y dejó playa para los hoteles. Pero el mar tiene memoria. Ahora está volviendo a casa." Sus palabras no sonaban a advertencia, sino a un secreto ancestral, ahi la respuesta al porque ahora debiamos ir en lancha para llegar a nuestras cabañas.
Las cabañas eran perfectas: mezcla de hormigon y madera, con hamacas y el sonido constante de las olas. Estabamos mas que felices por, estar ahí. Y lo unico que queriamos hacer, era correr a la arena. Pero mi papá, nuestro guardián de tradiciones estrictas, se interpuso entre nosotros y el paraíso. "Ninguno pone un pie en la arena hasta que este fuerte esté asegurado", declaró.
Las palabras tarántula y alacrán cayeron como sombras frías. Bajo su supervisión, convertimos la emoción en un ritual de supervivencia. No encontramos ningún monstruo, pero la búsqueda misma nos cambió. Ya no éramos solo turistas; éramos pioneros.
Finalmente, dio el visto bueno. Mi madre nos embadurnó con una capa gruesa de bloqueador y repelente hasta que brillábamos como insectos recién nacidos. Éramos un desastre. Pero nada de eso importó. Porque cuando por fin traspasamos la línea de sombra de la cabaña, ahí estaba: una extensión infinita de azul y oro, rugiendo su canción poderosa. La aventura, de verdad, estaba a punto de comenzar.
Capítulo 2: La Silueta contra el Sol
La euforia del viaje se apagó tan pronto como la puerta de la cabaña se cerró a mis espaldas. Las advertencias de mi papá y su interminable lista de límites, volvió a sentirse como un yugo. Yo, en mi flamante armadura de adolescente, cargaba con la certeza de que mi vida era un error, nuestra relación no era buena desde hacía tiempo.
Caminamos hacia la arena, mis hermanos estallando en gritos de alegría mientras yo, aunque también emocionado, sentía molestia por el trato de mi padre. Necesitaba huir, No del lugar, sino del ruido. Así que caminé. Dejé atrás las risas de mis hermanos y la figura vigilante de mi padre.
Caminé hasta que sus voces fueron devoradas por el rugido constante del mar.
Encontré mi altar: un tronco viejo, pulido por la sal y el viento, varado en la arena como el esqueleto de un leviatán.
Me senté en él, y por primera vez en mucho tiempo, respiré. Observé el horizonte, una línea perfecta y cruel. El sol brillaba sobre el agua como un millón de diamantes rotos. Las olas rompían en un ciclo infinito, indiferentes a mi drama existencial. Era una paz profunda y terrible. Una belleza que magnificaba mi sensación de no pertenecer, ese sentimiento de impotencia, por querer cambiar todo, y no saber hacer nada a la vez.
Después de pasar un buen rato ahí, caminé de nuevo, sin rumbo, dejando que mis pies decidieran el camino. Entré en un estado extraño, una especie de trance donde mi mente, agotada de tanto pensar, simplemente se apagó. Fue en ese estado de no-ser cuando, de pronto, "reaccioné". Mi instinto me giró y me puso de regreso, no sabía cuánto tiempo había transcurrido, pero era consciente de que, era muy tarde.
El camino de vuelta siempre se ve diferente. Y fue entonces cuando la vi. A lo lejos, en mi tronco, el lugar que tome como mío y logre descansar de la carga sobre mí, había una silueta. Mi corazón dio un vuelco brusco contra mis costillas. ¿Un intruso? ¿Una alucinación del calor? Con cada paso que avanzaba, la silueta se hacía más nítida, más real, contra el resplandor cegador del sol de la tarde. Dejó de ser una mancha para convertirse en una persona. Y luego, en una mujer. La luz tras ella delineaba las curvas de sus piernas, largas y relajadas. Llevaba un bikini, y el simple hecho de notarlo me hizo sentir un calor que nada tenía que ver con el sol. Era una estatua de vitalidad y calma plantada en el lugar exacto donde yo había dejado mi melancolía. Ya no mirábamos el mismo mar.
#1885 en Otros
#417 en Relatos cortos
#647 en Thriller
#235 en Suspenso
historias cortas, historias de pasion y violencia, historias de vida
Editado: 05.11.2025