CAPITULO 1.
La noche me tragaba mientras corría sin poder detenerme. Mis piernas ardían, cada paso era un golpe contra el suelo y contra el límite de mi cuerpo. Sentía la cabeza a punto de estallar y el corazón queriendo abrirse paso por mi pecho. Pero no podía parar. No ahora. No cuando sabía que, si lo hacía… moriría.
Corría por mi vida entre sombras y respiraciones rotas. Las calles vacías devolvían el eco de mis pasos, junto a la misma frase que rebotaba una y otra vez en mi cabeza:
¿Cómo diablos terminé metido en esto?
El estallido seco de un disparo cortó el silencio. Luego otro.
La tierra explotó a pocos centímetros de mis zapatos y, por puro instinto, me lancé hacia la izquierda, luego hacia la derecha, zigzagueando como un animal acorralado. El choque de adrenalina me dio un último impulso, obligándome a avanzar sin mirar atrás.
La pendiente frente a mí, siempre había sido agotadora incluso caminando, pero aquella noche la subí como un demente, impulsado por el miedo más puro que había sentido en años. El frío quemaba la piel y la respiración se me partía en pedazos dentro del pecho. Pero seguí. Porque esta vez no estaba corriendo para llegar a casa: estaba corriendo para seguir vivo.
Treinta minutos antes, el mundo parecía más sencillo.
Volvía a casa después de un día agotador de trabajo. La ciudad estaba colapsada por las huelgas de transporte: conductores presionando por más ayuda del gobierno, usuarios caminando como hormigas desesperadas entre rutas improvisadas, camionetillas trasladando gente por partes como si fueran mercancía.
Yo era una más de esas sombras avanzando entre atajos y terrenos baldíos. Me faltaban unos veinticinco minutos para llegar, y con el frío de noviembre clavándose en las manos metidas en las bolsas, solo quería entrar, bañarme y tumbarme a descansar.
Pasé junto a tres hombres que caminaban lento, casi demasiado lento. No lo pensé. Solo quería adelantar y seguir. Pero entonces escuché el sonido metálico, inconfundible, que no se confunde con nada:
el arma fue cargada.
Un segundo después, sentí el cañón frío apoyarse en mi cuello.
—No te muevas. Y no hagás nada tonto —dijo una voz detrás de mí.
El mundo se detuvo. Sentí que el karma finalmente me alcanzaba.
Pero pronto entendí que no eran sicarios, ni pandilleros buscando a alguien. Solo ladrones aprovechándose del caos. Pedían dinero, ropa, lo que llevara encima. Eso era todo. O al menos eso creí… hasta que vi al que tenía el arma.
No estaba en control. Ni de sí mismo ni del arma que empuñaba. Movía la pistola de un lado a otro, balbuceando órdenes sin sentido, incapaz de terminar una frase, se veia drogado. Sus compañeros intentaban calmarlo, pero era como intentar detener un incendio con las manos. Y ese tipo me apuntaba directo a la cabeza.
La adrenalina me heló por dentro. A esas alturas ya no temía por el robo: temía que aquel loco terminara disparándome sin querer.
Eran tres. Estaban armados. Y yo ya no era ICE, no el ICE de antes. Tenía casi dos años lejos de los problemas, reconstruyendo mi vida, alejándome de todo aquello que me había destrozado tantas veces. Pero cuando la muerte te respira en la nuca, la mente vieja sabe exactamente qué hacer.
Vi una oportunidad en un parpadeo.
Le agarré el brazo al tipo y lo empujé con toda mi fuerza hacia el carro que venía bajando por la carretera. Él perdió equilibrio y yo crucé la calle sin pensarlo. Para cuando reaccionaron, ya estaba corriendo con todo lo que tenía. Fue entonces cuando sonaron los disparos.
Subí la cuesta casi sin aire, escuchando las balas partir el viento a mi alrededor. Corrí hasta que los disparos dejaron de escucharse. Bajé la velocidad. Me volteé. No venía nadie.
Solo yo.
Solo mi respiración rota.
Solo mi corazón retumbando como un tambor de guerra.
Volví a correr, como pude, hasta llegar a mi casa. Antes de entrar revisé todos los rincones de la calle, las sombras, los portones. Nada. El barrio estaba desierto. Eran casi las once de la noche.
Me dejé caer en la acera, intentando que la adrenalina se calmara, que el sudor dejara de correr, que el temblor en mis manos se detuviera. No sé cuánto tiempo pasé ahí tirado, pero en algún momento el dolor de cabeza se volvió insoportable.
Al fin entré.
Mi madre estaba despierta, como siempre.
Al verme empapado en sudor, con la respiración irregular, preguntó qué había pasado. Solo le dije que había visto cómo asaltaban a alguien y que corrí porque creí que venían por mí. Con eso bastó para tranquilizarla.
Pero yo… yo no estaba tranquilo.
En la ducha, mientras el agua golpeaba mi cabeza, me derrumbé. Lloré. Grité por dentro. Una mezcla de rabia, miedo y vergüenza se me atoró en el pecho.
Tiempo atrás jamás habría corrido de tres tipos como esos.
Los habría mandado a dormir.
A los tres.
Sin pensarlo dos veces.
Y esa idea me quemó, como si una parte de mí se sintiera traicionada por mi propio cambio.
Esta historia no comenso aqui, comenzo hace muchos años, cuando entendi que ya no queria ser el mismo, no mas el aceptar ser el debil.
Ser bueno en un mundo podrido es difícil. A veces imposible. Y sin embargo, llevaba más de un año intentando dejar atrás esa vida, ese camino lleno de violencia, peleas, y decisiones que me habían marcado desde niño.
A los trece años entendí que la vida no estaba hecha para los que agachaban la cabeza. Lo entendí del peor modo. Entre golpes, humillaciones, injusticias, y la muerte de un compañero que se desangró en mis manos. Ese día mi mente cambió. Dejé de ser víctima y me convertí en alguien que no toleraba el miedo.
Ahí nació ICE.
Un apodo, una leyenda barata, una coraza hecha de rabia y frío.
Un niño con máscara de hombre.
Y aunque dejé atrás a ICE…
esa noche, mientras corría, sentí que él corría conmigo.
#1119 en Otros
#168 en Relatos cortos
#313 en Thriller
#98 en Suspenso
historias cortas, historias de pasion y violencia, historias de vida
Editado: 23.11.2025