Otra vez he llegado tarde al trabajo, lo suficiente como para que no me dejaran pasar. Nuevamente me subí al auto y conduje lejos de casa; llegué al parque que ahora conocía tan bien y me senté en la banca frente a la estatua de Benito Juárez. El sol no salía aún lo suficiente como para que hiciera un día caluroso, los árboles creaban una sombra fresca y las palomas caminaban cerca de las pocas personas que estábamos allí en busca de restos de comida, pero los únicos restos que había eran los míos, incapaces de formarme completo.
Cuando llegó la tarde e inevitablemente tuve que dirigirme a casa, el sol ya se ocultaba detrás de los edificios y el bullicio del día iba reduciendo su intensidad. La casa estaba tal como la había dejado ella, no había movido nada más allá de lo que me había sido completamente necesario. Ahí seguían sus plantas sin regar, su ropa colgada en el tendedero, el cepillo de dientes junto al mío y un vaso sin lavar en el fregadero. Ni hablar de nuestro cuarto, aún con su ropa y accesorios justo donde ella los había dejado. Nuestra foto encima del ropero nos mostraba 5 años más jóvenes, felices y enamorados. Ahora no podía verla sin querer llorar. Cómo quisiera que esa sonrisa fuera el recuerdo que me quedara de ella, pero aquellos ojos cerrados, la cara sin expresión en su cuerpo sin vida que colgaba de la cuerda, era la imagen que me quedaría de ella para siempre.