La noche por sí sola genera inseguridad y envuelve en misterio lo que toca, pero aquella noche las nubes tapaban la luna e incluso la tenue luz de las estrellas, que, aunque esté distante, ilumina la noche y la vuelve un poco menos tenebrosa. Por eso, llegar a casa después de la puesta de sol era una situación que molestaba al señor Fernández, que, aunque lo negara, pasaba segundos de temor en el corto trayecto de su auto a su casa. Un temor que se siente dentro y que te invita a voltear como si alguien estuviera detrás de ti, aun cuando sepas, o mejor dicho, pienses, que es una tontería. Pero una pequeña parte de tu cerebro te dice “¿Y si sí hay alguien?”. Es la clase de temor que de niño te hacía apagar la luz de la cocina y correr loco a la seguridad de tu cuarto y que, como muchos comportamientos más, perdemos de adultos.
Aquella noche, Fernández estacionó su auto como había hecho tantas veces, apagó el motor y las luces, quedando en la absoluta oscuridad. Agitó su celular para encender la linterna (y calmar la creciente ansiedad). Del asiento del copiloto recogió su mochila, llaves y un suéter. Cuando dio media vuelta para salir del auto y la linterna giró con él, el potente haz de la misma alcanzó a iluminar a alguien. Una figura que estaba a metro y medio del auto, vestía un traje negro y fácilmente medía más de metro ochenta. Su corbata negra contrastaba con su camisa blanca.
"Disculpe, no lo..." alcanzó a decir Fernández, con el corazón en un puño. Pero su voz se esfumó cuando intentó ver a los ojos del ser, ya que donde debía tener un rostro había solamente blanco, una mancha blanca e inexpresiva.
Esa fue la última vez que su vejiga descargó su contenido sobre su pantalón y la última vez que Fernández sintió temor, terror o cualquier emoción.