La de Inglaterra es una historia escrita con sangre y construida sobre huesos. - Escribió Don Juan -. Sangre de las miles o millones de almas muertas en las cientos de culturas saqueadas durante los siglos que el Imperio Británico dominaba el mundo, aquellos años de gloria cuando el sol nunca se ponía en el Imperio.
Los pensamientos de Don Juan ya no eran tan lúcidos y fluidos como eran antes, así que tomó un trago al tequila junto a él mientras ponía en orden sus ideas.
La capital de este enorme Imperio era Londres. Llena de gente, de suciedad y supuestas oportunidades para todos. La llamada Revolución Industrial había abierto la sociedad a un mundo nuevo de posibilidades a las que apenas se comenzaba a rascar la cima, explotando industrias de forma que hace años eran inimaginables, e impulsando sin descanso la enorme maquinaria británica. - El segundo trago de tequila en apenas dos párrafos. Significaba que la noche solo podía terminar de dos formas para Don Juan. Dormido al terminar esta botella o buscando más en la cantina más cercana. Que era la de Alberto, ese canalla que no tenía reparo en servir a cualquiera, hombres, delincuentes, mujeres y niños, siempre que le pagaran. Aun cuando el dinero no era algo que le faltaba los rumores decían que su madre había muerto porque Alberto no quiso pagar un hospital privado, la llevó a la partera del pueblo, famosa por traer al mundo más muertos que vivos, quien le dio unas plantas, un té y la mandó a su casa, donde moriría a los pocos días, según dicen, luego de pasar días entre llantos y quejas. Empino su trago y retomó la escritura -. La máquina de vapor había eliminado muchos empleos, claro, pero también creó otros, muchos que al ser nuevos no tenían gente con experiencia al hacerlos, por lo que cualquiera podía hacerlos. Y decir cualquiera no es algo a la ligera. En esos años no existían leyes laborales y menos de protección al menor, por lo que ver niños era algo común, y si los accidentes sangrientos o mortales eran comunes en adultos, también lo eran en niños. Por lo que muchos niños seguían trabajando con uno, dos o tres dedos menos. Incluso sin manos, brazos o piernas.
El señor McGill era uno de esos inexpertos en uno de los nuevos trabajos que requería el Imperio. ¿Trabajaba en un astillero? ¿O en una fábrica o en un muelle? Los detalles ya no eran importantes, si es que alguna vez lo fueron. Todas las noches salía del trabajo y pasaba a la tienda. Compraba un cigarrillo y un pan. Llegaba a casa, ubicada en una de las muchas calles sucias y llenas de ratas junto al río, comía su pan y fumaba su cigarrillo antes de dormir. Eso hizo día tras día, mes tras mes y año tras año, hasta que se hizo conocido para la chica que atendía la tienda llamada Casandra, de conocido se hizo amigo y pasaron de compartir cigarrillos a compartir cena. Finalmente ambos se casaron y tuvieron un hijo, al que llamaron Alex. Años después los padres de Casandra murieron y la tienda, para desgracia de McGill y Casandra, fue heredada al hermano mayor de Casandra, Richard.
Casandra se quedó sin trabajo y McGill era cada vez más viejo y menos productivo, los pulmones destrozados le provocaban dolores intensos y, en ocasiones, tos con sangre. Por lo que Alex pronto tuvo que trabajar para comprar el pan y los cigarrillos de sus padres. Y aunque McGill no había tenido ningúna instrucción ni había pisado una escuela, era de todo menos tonto, y buscando evitarle problemas a su hijo le compró ropa y maquillaje de payaso, y entre los dos crearon la rutina que día tras día hacía a lo largo del Tamésis.
Cinco años esa fue su vida, de 12 a 13 horas intentando hacer reír a gente que no tenía tiempo ni para eso, pero consiguiendo unas monedas valiosas para su causa. Al terminar su “trabajo” pasaba a la tienda de su tío, compraba 2 o 3 piezas de pan y cigarrillos. Día tras día y mes tras mes. Hasta que un día solo tuvo que comprar pan para él, y aunque nunca había fumado, extrañaba el humo, ese olor que se impregna en las prendas sucias y que deja los dedos oliendo por días, así que el cigarrillo se convirtió en el acompañante de su pan. Día tras día, mes tras mes.
La vida muchas veces cambia en un instante, en un punto a partir del cual las cosas no serán iguales. Para bien o para mal. Y para Alex ese momento fue cuando conoció a Dalila.
Todos los días ponía su puesto de comida en la esquina de la Sexta y la Novena, una esquina de por sí transitada por todo tipo de gente pero que 3 o 4 veces al día se llenaba más porque eran las salidas de varias fábricas y astilleros ubicados en la orilla del río. Niños, niñas, jóvenes y adultos hablando y caminando como una enorme masa, lenta y hambrienta que, sin falta, vaciaban las canastas y mesas del puesto de Dalila. El primer día que compró una empanada ahí, Alex quedó maravillado y absorto, sus sentidos no habían sido tan bombardeados y tan excitados como aquella nublada tarde. La empanada no estaba mal pero Dalila era excelsa. Sus ojos eran felinos, pentrantes y oscuros, enmarcados en una cara morena, redondeada y joven, el liso cabello negro le llegaba a las grandes caderas, y los pechos, apenas incipientes, se dejaban ver a través de una blusa que según qué ángulo se veía casi transparente.
Desde ese día la tienda desapareció de su vida y cada tarde gastaba su dinero en la tienda cada vez más abarrotada de Dalila. Tal como su padre, día tras día compró ahí hasta que pasó a compartir la cena y la cama con Dalila. Un negocio así mejora la vida, sin duda, y la de Alex mejoró, la comida era mejor, las noches estaban llenas de algo que no conocía: amor y deseo; y en general, la vida sonreía para alguien que había vivido como un robot trabajador desde los 6 años. Hombres iban y venían en las fábricas, así como sus dedos, brazos, piernas y, en un par de ocasiones, cabezas. Todos ellos, los que tenían dos ojos pero también aquellos con uno solo, notaban la inusual belleza de una Dalila que cada vez era más conocida en el Sur de Londres.