David Romero no era especialmente sociable.
Estudiante de Letras, de esos que prefieren la compañía de un libro viejo al murmullo constante de sus compañeros, había hecho del campus su refugio, especialmente la biblioteca. No la nueva, luminosa y digitalizada. No. A David le gustaba la vieja ala clausurada, aquella con anaqueles polvorientos, mesas con marcas de generaciones anteriores y una atmósfera que olía a papel vencido y secretos.
Fue allí, una tarde de noviembre, donde la encontró.
O, mejor dicho, ella lo encontró a él.
La máquina de escribir descansaba sobre una mesa cubierta de polvo, entre sillas rotas y estanterías vencidas. Negra, metálica, con un brillo apagado que no debía estar ahí. No tenía marca visible. Ninguna inscripción. Solo las teclas redondas, perfectas, esperando. David no dudó. La cargó en una mochila y la llevó a su cuarto. No sabía por qué. Solo... lo hizo.
Esa noche, impulsado por un sentimiento romántico —de esos que crecen en jóvenes escritores que aún creen en musas—, colocó una hoja en blanco y escribió:
"El hombre se detenía al borde de la calle cada noche, temiendo que la sombra lo siguiera, aún sin saber de qué lado caía la luz."
Le gustaba el tono, pero el sueño ganó. Se fue a dormir sin terminar.
A la mañana siguiente, al regresar del desayuno, encontró la hoja completa. Y lo que leyó le heló la espalda:
"...y cuando finalmente se giró, comprendió que la sombra no lo seguía: lo esperaba. Había estado delante todo el tiempo. Con su rostro."
Lo releyó tres veces. Era su estilo, su tono... pero no su idea. Pensó que quizá lo había escrito medio dormido. O que su compañero de cuarto le había jugado una broma. Pero estaba fuera de la ciudad desde hacía días. No había nadie más.
Esa noche, David repitió el experimento. Escribió solo una frase:
"Los trenes seguían pasando por esa estación cerrada, aunque nadie los viera llegar."
Apagó la luz, se fue al baño y, al volver cinco minutos después, la hoja tenía cinco párrafos más:
"...y los vagones llevaban rostros. No pasajeros, no humanos. Solo rostros, presionados contra los vidrios, gritando sin sonido. David sabía que si uno de ellos lo miraba directamente, el tren no pasaría de largo."
Su nombre. Escrito ahí. Él no lo había puesto. ¿O sí?
Comenzó a obsesionarse.
Probó con cuentos, poemas, cartas. Escribía una línea, se alejaba, y al volver, la historia estaba viva. Completa. O peor: transformada. Oscura. Personal. Un día, colocó una hoja en blanco y no escribió nada. La dejó así y se fue a clase.
Cuando volvió, encontró esto:
"No necesitas iniciar. Ya empezaste hace tiempo. Recuerda el estanque. El fuego. Tu madre llorando mientras tú dormías con los ojos abiertos."
David retrocedió dos pasos. Nadie sabía eso. Era un recuerdo enterrado, de cuando tenía seis años. Una pesadilla que había creído inventada.
¿La había soñado de nuevo? ¿La había escrito sin darse cuenta?
El siguiente texto lo marcó para siempre. No lo escribió él. Lo encontró en la hoja una tarde cualquiera:
"A las 17:42, el segundo piso del edificio de Ciencias colapsará. Un estudiante tropezará, y otros tres caerán sobre él. Uno gritará el nombre 'Raúl' antes del impacto."
A las 17:42, David, incrédulo, se encontraba allí por casualidad. Lo vio suceder exactamente como estaba escrito.
Corrió.
Intentó deshacerse de la máquina. Primero la guardó en el armario. Al día siguiente estaba sobre el escritorio. Luego la tiró en un contenedor. Regresó de clases, y allí estaba. Finalmente, la arrojó al canal. La vio hundirse. Sintió alivio.
Esa noche, cuando encendió la lámpara de su escritorio, la máquina estaba ahí. Seca. Intacta. Y con una hoja nueva. Un solo párrafo:
"Ahora que me has despertado, tú también eres parte del trato."
No dormía. No comía bien. Solo escribía. O miraba cómo ella lo hacía. Un día, dejó de funcionar. No escribió nada durante horas. Ni una sola palabra. David, temblando, colocó una hoja nueva y susurró:
—¿Qué quieres de mí?
Las teclas se movieron. Lentamente. Como si cada letra doliera:
"Ser leída. Ser escrita. Ser recordada."
Escribía a diario. Cuentos sobre niños devorados por la oscuridad. Relatos de ciudades sumergidas en sangre. Finales donde siempre alguien perdía algo esencial. Y ella... ella estaba complacida. Ya no corregía. Solo guiaba con las teclas, como si susurrara su voluntad a través del metal.
David ya no era el mismo. Los dedos cubiertos de vendas. Las uñas comidas por la ansiedad. Los ojos, huecos. La habitación, cerrada con llave.
Los vecinos decían que escuchaban tecleos por las noches. Golpes insistentes. A veces, risas. O llanto.
Una noche, una sola hoja quedó sobre la mesa. No había David. Solo el sonido lejano de teclas que nadie oprimía. La hoja decía:
"Él ya no existe. Solo queda el escritor. Y yo soy sus manos."
Se rumorea que la máquina desapareció semanas después. Que alguien la vio en la biblioteca de otra ciudad. Que un escritor en Monterrey empezó a publicar cuentos espantosamente similares a los de David.
Pero eso ya no importa. Lo único que importa es que, en algún lugar, la máquina sigue escribiendo. Y espera.
A veces, solo una frase basta para abrir la puerta:
"Había una vez una historia que no necesitaba autor, solo papel."