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Érase una vez un gato de casa. Se encontraba echado, un día como cualquier otro, perdiendo minutos de vida en su silla favorita. Permanecía despierto en la cocina, sin compañía, con la vista fijada en ninguna parte. Quietecito, no sabía que hacer con sus largas horas libres, aunque desde hace mucho tiempo no se le ocurría nada. Solo asaltaban su flojera el hambre, la sed, el cansancio —de tanto vagar— y sus ganas de ir a la caja de arena. Es lógico pensar que ese comportamiento no se emparejaría con una actitud radiante, y en efecto. Abriendo la boca, lanzó un largo bostezo. Se resignaba, simplemente, a su ociosidad.
Érase una vez un gato de apariencia adulta. No superaba todavía los dos años de vida, pero ya se sentía un vejestorio. Su vida era un pedacito de carne a la intemperie: simple, insignificante y se estaba pudriendo. Su rutina consistía en levantarse siempre al mediodía, comer las mismas croquetas rancias, beber leche del mismo plato, jugar un poquito con los mismos juguetes, tumbarse en la silla de toda la vida, dejar que la abuela lo acariciara, orinar en su caja cuando tuviese ganas y, finalmente, echarse a dormir en la misma cama cuando caía la noche. Por tales hábitos, el gato estaba gordo y desprovisto de agilidad; además, como nunca había nada apremiante que hacer (aparte de sus necesidades fisiológicas) y tenía todo lo que le hacía falta a su disposición (sin haber realizado nada por conseguirlo), entonces pensaba que era mejor dejar las cosas como estaban. Para él, no valía la pena hacer ningún esfuerzo porque no hacía falta, simplemente no veía razón para mover el trasero. Así se convencía, mientras flotaba a la deriva de su aburrimiento.
Érase una vez un gato gris. Como su ser y forma de vida, de color lápida. El más antiguo recuerdo que conservaba era de una gata grande y negra, a la que se acercaba para chuparle un pezón. Se trataba de su madre, que los estaba amamantando a él y a sus cuatro hermanos. En el hogar para animales abandonados, el mundo del gato se configuraba de manera algo distinta y más agradable que cuando llegó a casa de la abuela. Tomaba leche materna, orinaba en cualquier sitio, dormía, jugaba con sus hermanos y no hacía más que eso. Allí conoció esas galletas marrones de olor a madera, que más tarde serían el alimento que le llenaría la panza hasta el día de su muerte. Se la pasaba bien, pues siempre tenía al lado suyo a una madre cariñosa y hermanos divertidos, y con ellos todos los días eran tranquilos y felices: no existía el aburrimiento ni la preocupación, en un lugar que dejaba vivir como jugando. Cierto tiempo después, una señora bajita y de aspecto arrugado lo separaría de su familia, así como quien no quiere la cosa, para no verla nunca más. Esa mujer era la abuela; una anciana pusilánime que cosechó los frutos de no tener hijos ni parientes cercanos a ella, y por ello necesitada de cualquier clase de compañía (aunque fuese de un simple gato). En el pasado se computaba como una tipa antipática y libertina, sin intención de asumir compromisos ni de relacionarse sinceramente con las personas de su entorno. Hacía lo que muchos creen que es "vivir la vida", y por eso la gente a su alrededor la dejó olvidada, y ahora ella no hace más que arrepentirse. Es así como la abuela buscaba a alguien con tal de sentirse querida y requerida, y ya que encontrar humanos para ese fin no iba a ser posible —ni siquiera podía ser capaz de pagarle sueldo a una sirvienta—, se las vio con el pobre gato: era la opción más fácil.
Érase una vez un gato infeliz. El momento de la separación se convirtió en un trauma que le costaría mucho superar. Tiempo más tarde, cada vez que lo recordaba, se hacía la pregunta: "¿por qué yo?", y se atormentaba con la idea de que su vida hubiese sido mucho mejor si no le hubiese ocurrido eso. Los primeros días en casa de la abuela estaban repletos de miedo, desconfianza y una pesada y grumosa nostalgia. No obstante, debió acostumbrarse a su nuevo hogar y a la primicia que resultaba ser la solitaria abuela. Esta se esforzó por hacer del gato el individuo ideal para sus intereses. Le ofreció desde el primer día todo lo que podía permitirse dar: comida, libertad para moverse por la casa (aunque fuese una casucha de un piso a poco de venirse abajo), una caja de arena, algunos juguetes, buena cama y cariño como para humanos. La mujer confiaba en que el gato la tuviese en muy alta estima debido a sus cuidados, pero pasó por alto lo que sintiera él realmente. Porque está claro que uno no puede amar ni ser feliz solo con poseer un puñado de cosas. Es por ello que el minino entró en un proceso de vaciado, cual balde lleno de agua que está roto.
Érase una vez un gato inoperante. Al principio, se andaba con cuidado por la casa. Tonteaba en los rincones, comía y bebía ansioso, no tocaba sus juguetes y miraba sin mucha confianza a la abuela. Sus caricias lo amedrentaban y tenía que resistir el embate de escalofríos en su cuerpo, cuando ella lo cogía para enseñarle a cagar en la caja de arena. Pasaron varias semanas para que fuera capaz de ver a la abuela como su dueña y no como alguien que fuera a torturarlo; aunque no se encariñó mucho con ella, puesto que sentía que buscaba más aliviar ciertas tensiones por medio de él que hacerse su amigo o algo parecido. Lo demás fue acoplándose luego: se alimentaba más tranquilo, usaba con normalidad la caja de arena, le eran indiferentes los mimos de la señora y se animó a probar sus juguetes. Sin embargo, la casa se le hizo familiar mucho más rápido, debido a que era muy pequeña y la podía recorrer en un periquete. No había nada especial en ella, salvo las paredes agrietadas y los focos que emitían luz tenue al prenderlos. Lo primero que se observaba al entrar en la casa era la sala de estar, y un único pasillo contiguo conectaba a un lado los demás cuartos. Cabe resaltar que la dueña realizaba una labor admirable en mantener su vivienda limpia. La habitación de la abuela eran espacios reducidos y el baño, diminuto. El único cuarto medianamente amplio era la cocina, que también funcionaba como un comedor. Esta se convirtió en el sitio favorito del gato y, de hecho, el lugar donde pasó a permanecer siempre, salvo excepciones. Y hablando de la cocina, fue ahí donde encontró su lugar de estadía definitiva: la única silla de ahí.