No existía ningún pasatiempo que le gustara más a la pequeña Celia que dibujar. Todos los días se entregaba de lleno a unos coloridos útiles y un cuaderno lila. En los recreos del colegio, después de clases, los fines de semana, mientras recorría largas distancias en bus, en una sala de espera: cualquier rato libre era aprovechable para sacar sus herramientas y poner en marcha esa faena que tanto adoraba. Su pasión se remonta desde que poseía memoria y, aunque no fuese especialmente talentosa, sus simpáticas creaciones agradaban la vista a todo aquel que las apreciara. Es por ello que la gente cercana a ella le puso el apodo cariñoso de "Garabatos".
Ella había adquirido una costumbre particular: dibujaba casi siempre en un solo cuaderno, el cual iba renovando en razón el uso. En caso a un cuaderno se le acababan las páginas limpias, lo guardaba en el estante de su habitación y lo reemplazaba por otro. Pero eso sí: todos los que utilizaba estaban forrados de papel lustre de su color favorito. Además, llevaba una cartuchera -también lila-, que almacenaba todos los materiales con los que solía trazar y pintar: lápices de muchas coloraciones, plumones delgados y otros más gruesos, una regla de veinte centímetros, bolígrafos perfumados, un borrador-tajador y un corrector líquido. Es así como, bien equipada y con gran entusiasmo, gozaba las exquisiteces del crear arte naif.
Celia tenía once años de edad y vivía sola con su madre, en un departamento. Cuando esta no se encontraba en el trabajo, invertía todas las horas que podía en pasar el tiempo a su lado. En realidad, la quería mucho y se sentía afortunada de criar a una hija como ella. Mirándola de pies a cabeza, era trigueña, flaquita, de estatura mediana, de cabello negro y corto y de dos hermosos ojos cafés. Sumado a ello, en su interior veía a una niña apacible, obediente, algo introvertida, un poco olvidadiza y cariñosa. Conocía muy bien su afición por el dibujo, y le alegraba que disfrutase sus ratos libres con su hobby predilecto (en especial porque no descuidaba asuntos más importantes, como sus estudios). No obstante, le apenaba que, en varias ocasiones, prefieriera pasársela con su cuaderno lila a socializar con otras niñas de su edad. Aunque guardaba fe en que, muy pronto, el dibujo ayudaría a que su retoño se acercara a más potenciales amigos y, de esa forma, vivir con mayor plenitud.
Un viernes de otoño, Garabatos regresaba a casa al terminar la jornada escolar de la semana. Almorzó el guiso de pollo con arroz que su mamá le había dejado en la nevera, seguidamente se lavó los dientes, y luego se cambió el uniforme por otras prendas más casuales y cómodas. Ya dentro de su habitación, sacó de la mochila su cuaderno y cartuchera especiales, los colocó encima de la mesa-escritorio y se dispuso, rebosante de energía, a plasmar su imaginación en el papel.
Empezó calentando en una esquina de la hoja, creando figurines variopintos.
Después se le antojó hacer un perrito. Lo dibujó con especial dedicación, puesto que los perros eran sus mascotas favoritas (a pesar de que nunca había tenido uno). Le dio un pelaje blanco con manchas marrones, le puso dos orejas caídas y un collar blanco. Cuando terminó, lo nombró Bobby.
Ella opinaba que su cachorro le había quedado muy bonito. De pronto fantaseó con que este corría, saltaba y ladraba de alegría, mientras alzaba la mirada al techo. Se quedó ensimismada así durante unos segundos y, bajando la cabeza, regresó de su mundo. Le pegó un ojo a su cuaderno abierto y vio al perro brincando de un lado a otro.
—¿Qué...? ¿¡Eeeeeh!?
¡Imposible: su dibujo se estaba moviendo de la nada! Pero, ¿de qué forma pudo suceder algo así? "Esto no puede ser, debo estar alucinando". Garabatos ya no podía hablar, ni moverse. Asustada y con gran fascinación, percibía su cuerpo frío, como si le cayeran desde arriba mil cubos de hielo en la espalda. Flipaba.
Sin embargo, no le quedó tiempo para asimilar su impresión, porque los demás dibujos de la página empezaron a orquestar un caos tremendo. La cabeza de gato perseguía al pato con intenciones de comérselo, el torito hacía lo mismo con la muchacha de los patines aunque para embestirla, el oso con alas le arrancaba los pétalos a la flor sonriente, y la estrellita no sabía otra copla más que desperdigarse aleatoriamente y con rapidez. Ninguno de ellos producía un ruido oíble por Celia, pero ocasionaban un jaleo tan violento que ella, al observarlos, apenas era capaz de llevar aire a sus pulmones. Con temor, volvió la vista hacia el cachorro, que se había arrinconado en la esquina más vacía de la página. Él también sentía miedo.
Tardó un poco, pero Garabatos por fin logró despejar algo de su mente. Su primera resolución fue armarse del valor suficiente y detener a los alborotadores. Preparó el borrador y, sin pensarlo, contraatacó: hizo desaparecerlos uno por uno, y dejó en la hoja tenues rastros de colores y restos de goma de borrar. Solo quedaba la estrellita coqueta, la cual se resistía a morir. Sus piruetas impredecibles obligaron a la niña a idear una manera diferente de eliminarla. Entonces trazó un círculo enorme a su alrededor para encerrarla, y consiguió recién deshacerse de su indeseada presencia.