Tenía rato que la pequeña Daisy había perdido interés en la televisión. En el horario nocturno ya no pasaban sus caricaturas favoritas. Había preferido echarse sobre el respaldo del sillón para ver a través de la ventana. Más tarde, el rumor de un automóvil la entusiasmó, de modo que corrió hacia la puerta, pero, cuando la abrió, solo se encontró para su decepción con su joven madre.
—Ya vine —dijo esta al entrar. Se había quitado una mascarilla de algodón azul.
Su hija no le contestó, porque estaba decepcionada, y solo fue a sentarse en un escalón.
—Tu abuela no puede venir con nosotras, Daisy. Ni modo.
—¿Qué tiene Mamá Lena?
—La verdad no sé… Es complicado. Quería dejarla en el hospital, pero, como están ahorita las cosas, yo creo que va a estar un poquito difícil.
—¿No tiene ella el virus que dicen en la tele?
Su madre se acercó y se colocó a su altura.
—No, Daisy, no tiene Fiebre Roja. Al menos tenemos la fortuna de que no se haya contagiado de esa porquería. Pero ¿qué crees? Unos doctores vendrán a cuidarla en su propia casa y no tendrás que preocuparte por ella, ¿sí?
—¡Está bien!
Samantha le proporcionó una suave caricia y fue a la televisión con la intención de cambiar el canal. Daisy la observó y desconfió de ella, pero cuando su madre sintonizó las noticias, creyó comprender el problema.
Se oía la voz de un presentador:
—…por lo que el gobernador ha anunciado que pondrá a disposición más hospitales improvisados. La cifra de contagios en nuestra entidad ya asciende a los doscientos veintiocho. Se estima que durante los siguientes meses este número se triplique…
Apenas entendió bien el problema, Daisy pensó que sus juguetes la distraerían mejor.
***
Ya había jugado, cenado y platicado más con su madre, pero Daisy nunca encontró la tranquilidad que buscaba. Estaba irritada, triste, furiosa de quedarse sola con esa mujer que prefería la pantalla de su teléfono a prestarle atención. «Qué aburrido», se decía, «al menos la abuela jugaba conmigo, me escuchaba y me comprendía». Pero prefirió que mejor estuviese cuidada por doctores en su propia casa. Incluso se imaginó a un equipo entero de hombres vestidos de bata blanca alrededor de la cama de su abuela, ayudándola en todo.
En dos semanas, vaticinaba, estaría Mamá Malena de nuevo con ella. Le daría consejos, le enseñaría trucos de magia nuevos y le hablaría de temas que ni sus maestras de la primaria, inteligentes cuales eran, jamás podrían comprender.
En uno de los tantos trucos de magia que recordaba, se encontraba el clásico de la pelotita: este consistía en que Mamá Malena tomaba una pelotita roja de plástico en sus manos y las agitaba. Cuando las abría, aquella ya había desaparecido. No había manera de sorprender a la abuela haciendo trampa. Quién sabe cómo le hacía, pero luego sacaba la bolita de la oreja de Daisy. Era asombroso y divertido.
—Otra vez le estás enseñando tonterías a mi hija —decía Samantha, un día que llegó temprano y las sorprendió haciendo lo mismo—. A ver si un día le enseñas cosas de provecho.
—Son trucos de magia, cariño, no le va a pasar nada.
—¿Y eso de qué le va a servir? Tiene que hacer su tarea. Ya está muy atrasada. —Les dirigía una mirada a ambas con las manos en jarras. Luego, miró de forma muy tensa a la pequeña—. Órale, princesita. —Samantha tendía a chasquear los dedos—. Ponte a trabajar, que ya estoy harta de que me hablen por teléfono tus maestras diciéndome que nada más te la pasas huevoneando en clase.
—Otro ratito más, mami.
—No, ya. Párate y ponte a trabajar, órale.
Daisy balbuceó una palabrota y se encaminó a la sala en donde estaban sus cuadernos.
—¿Cómo me contestaste?
—No.
—Dime qué me dijiste, enana, ¡o te sorrajo un fregadazo!
—Samantha —intervino su madre—. Ya, déjala. No tienes que ponerte así.
—Es que se está volviendo bien huevona, mamá.
Hubo una larga discusión al respecto. Daisy no pudo dormir bien esa noche por darle tantas vueltas, y ahora volvía a rumearlo. Ellas se gritaban todo el tiempo; se reclamaban detalles, gastos, cuentas, de todo. Estaba harta de esta insana convivencia. Pero como de costumbre, pronto se olvidó del asunto y se quedó dormida.
***
A la mañana siguiente vino la vecina, una mujer robusta, mayor y que trataba con cierta indiferencia a Samantha; con quien mantenía una relación provechosa era con Magdalena, la abuela. No era una señora muy mimosa, pero sí amable y responsable, lo suficiente como para hacer de niñera para Daisy.
—Muchas gracias por cuidar a mi hija, doña Gertrudis.
—No, de qué, hija. Le debo mucho a tu mamá. Esperemos que pronto se recupere.
—Sí, gracias. —Se preparaba para salir al trabajo.
—¿Dónde trabajas?
—Pues acá, en la caseta.
—Qué horrible está ahorita la situación, ¿verdad?