Historias melancólicas.

JAMIE.

Jamie.

La vida es una mierda. Me siento cada vez menos vivo. Menos querido. Menos visto. Como si una corriente de nubes pasaran por delante de mí y me dejase hundido en los mares del olvido. El silencio es como mi amigo.

Es fiel. Siempre está ahí. Es leal. Nunca me olvida.

Mi mundo parece estar apagándose poco a poco. Y lo único que me queda es arrostrar las consecuencias de mis acciones. Acciones que planeo. Sé lo que hago, por mucho que otros parezcan mirarme como si fuera estúpido.

No me conocen. Pero prefieren creer que sí. Conocen el personaje que interpreto en los pasillos. Y prefieren quedarse con ese, porque si llegasen a conocerme de verdad, no creo que estaría donde estoy.

Estaría aún más solo. Más abandonado que en el suelo de mi cuarto.

Cada día es más largo. Me gustaría que me desvelasen un día y que me dijesen, «Todo ha sido una pesadilla, cariño, ya puedes despertar.»

Sin embargo, eso nunca sucede. Y el día se repite una y otra vez. Los moratones aparecen y desaparecen... sin dejar de desaparecer completamente.

Hace poco tiempo.

— ¿Papá? —grita desde la puerta de casa. El joven Jamie recién regresa del instituto y antes de entrar, se asegura de que su padre no se encuentra en casa.

Una vez confirma que no está, cierra la puerta detrás de sí y suspira con fuerza. Cada vez que realiza eso, pierde segundos de oxígeno. Siente su corazón en la boca y los latidos le vibran en los oídos.

Se lleva la mano a la cara, arrugándose el puente de la nariz con fuerza.

Toma su mochila en el hombro y se dirige a su habitación.

Ni su madre ni su padre se encuentra en casa, por lo que decide esconderse bajo su propio techo en la habitación, donde allí no es tan oscuro como afuera. El sol no hace la diferencia. Y la luna tampoco. Solo decoran. La iluminación está por dentro.

Y sus bombillas estaban más que fundidas.

Dejó tirada la mochila con todos sus libros cerca del escritorio antes de entrar a su baño propio. Abrió el gabinete a la derecha del lavabo y sacó un bote de pastillas blancas. Y repitió el ritual de siempre.

Se tragó una o dos de más. Acercó la boca al grifo, dejando que el agua le ayude a tragar. Se observó en el reflejo del espejo y comenzó a sonreír lánguidamente. Tras unos segundos comenzó a reír.

Se rozó con la yema de sus dedos la comisura de sus labios, empujándolos hacia arriba, buscando la sonrisa perfecta para mostrar al día siguiente.

Si es que hubiera un mañana.

Chocó contra la pared del cuarto cuando comenzó a tropezar tontamente. Se dejó caer al suelo y contempló el techo como si ahí se encontrase pintada alguna obra de arte.

Una vez dirigió la mirada hacia el piso, se fijó en la baldosa que sobresalía sutilmente. Tiró de él con suavidad y ahí encontró la faca que guardaba. Su madre no lo había encontrado porque raramente pasaba por su cuarto. Le dijo que era mayorcito para mantenerlo limpio. Eso también incluía el baño que tenía para él solo.

Su padre era el único que solía pasar por ahí. Y no para limpiar.

Recordó cómo su mirada salvaje se clavaba en la suya, asustada como lo estaría una gacela de un león. Cómo le salían arruguitas en el entrecejo cuando fruncía las cejas con una ira que irradiaba por toda la casa.

Mamá no sabía.

Pero, ¿cómo podía no saber?, se preguntaba él. ¿Cómo no podía darse cuenta?

«Mi hijo, tan cariñoso y tan amable que era, y ahora,... ahora es tan solo un adolescente arrogante y arisco. No quiere nada de nadie. Solo nos habla cuando quiere salir de casa con sus amigos.»

Él no quería salir. Quería huir. Salir de aquella jaula.

Y era aquello lo que se recordaba cuando tomaba la faca y hacía salir a la luz el metal grisáceo. Lo clavaba contra la piel que cubría sus muñecas, sus brazos... y dejaba que la sangre hiciese acto de presencia.

Dolía. Una quemazón horrible le hizo apretar los párpados con agonía.

Y se repetía: «Pero más duele el abandono.

Pero más duele estar encerrado.

Pero más duele la incomprensión.

La ignorancia.

Los golpes de papá.

El descontrol de su fuerza contra mí.

De tener esperanzas de que no se volverá a repetir y encontrarme con un puño queriendo estamparse contra mi cuerpo, mi cara,... contra mí.»

Y una vez no volviese a funcionar y se encontrase en el suelo con nuevas heridas, la sonrisa que practicó funcionaría para que cada vez que salga no esté solo. Que esté acompañado en la solitud.

Ahí él ya no es una sombra.

Es un foco de luz que solo funciona artificialmente.

Y eso para él es mejor que nada.



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En el texto hay: historia real, muerte

Editado: 31.03.2021

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