Historias melancólicas.

STELLA.

Stella

Tenemos nuestras esperanzas arriba cuando nacemos. Y poco a poco, estas van bajando. Es imposible no llevarte desilusiones. La vida está compuesta por ellas. Si no las has tenido, ¿verdaderamente estás vivo?, ¿eres humano?

Cuando nací supe que sería un cargo más que una persona. Fui el error que mis padres cometieron. Nunca conocí a mi padre. Mi madre se encargó de mí. He vivido en un jodido tráiler la mayor parte de mi vida. Mi madre nunca estaba dispuesta a dejar la juventud que la arrebaté.

Es una alcohólica, por lo tanto es muy fácil hacerla feliz. Pero también muy fácil hacerla enfadar.

Construí mis murallas como pude. Mi nivel de inmunidad es bajo. Nací de la barriga de una persona que no seguía las recomendaciones del doctor. En este mismo instante yo podría no estar aquí, y hay veces que desearía que fuese así.

Mi vida me da ganas de quitármela. ¿Qué jodida mierda enrevesada es esa?

No voy a decir que estoy enferma. Que mis problemas no son solo sanguíneos. No soy hipócrita. Sé que no soy buena persona. Tampoco quiero serlo. Prefiero dejarle ese trabajo a otra persona. Es más fácil no sentir lo que otros sienten. Suficientes con los míos.

Porque si yo sintiese empatía, otros se verían en la obligación de hacerlo también, y para entenderme necesitarás más que un puto doctorado. Y no quiero que sepan nada de mí. Eso me ganará miradas llenas de pena. Y yo no soy nada a lo que sentir pena.

Soy complicada. Tampoco quiero ser sencilla. Soy muy hija de puta, no lo voy a negar. Algunas veces, en mis momentos más vulnerables, sí que he deseado que alguien me mirase como diciendo: «Eres suficiente, la complejidad no te hace menos.»

Sin embargo, no tengo con quién hablar de verdad. Mamá se va de bar en bar, con aquellos que dicen ser sus amigos. Mis compañeros tampoco. Me junto con una manada de chicos para no quedarme sola. Con los vestidos de mi mamá cuando era joven—que son los únicos que puedo ponerme hasta que mamá quede sobria y me compre algo que verdaderamente me guste y me valga; es decir, nunca—doy la impresión de querer más que amistad. No obstante, ya me he acostumbrado. Sus miradas llenas de lascivia, que me repugnaban al principio, pero finalmente me terminé por acostumbrar. Los chicos no se quejan de mi presencia. Y es lo único que necesito.

En su grupo no tengo que dar explicaciones, a diferencia de si estuviese en un grupo lleno de chicas. Somos cotillas. Criticonas. Nos jodemos unas a las otras. Y para que alguien me pise, prefiero pisar yo más fuerte si es necesario. Los chicos me dan su compañía sin tapujos ni ataduras.

Es tranquilo, y es lo que necesito.

Que me cubran de mi propia sombra, incluso si eso significa darme contra un muro de la realidad después.

 

Hace un tiempo

— ¿Mad? —gritó la chica pelirrubia al entrar al tráiler que tenía como hogar.

No escuchó nada. El silencio reinaba el espacio.

De pronto, cuando ella ya había colocado su mochila a un lado de la puerta, divisó las voces de dos personas en una habitación. Se escuchaban risas tontas. Una de ellas era de su madre, y la otra la desconocía por completo. Pero era masculina, ronca y eso a Stella la hacía temblar. Se le erizó el pelo en cuanto se acercó a la puerta en un intento de escuchar qué estaban haciendo.

Sin querer,  la puerta se abrió. Hacía tiempo que su madre la dijo de arreglar la puerta de su habitación. Stella a veces se sentía tentada en darla un guantazo para recordarla que la adulta en aquella relación era ella. Apenas traía dinero cada día. La terminaban por despedir de los negocios cercanos porque se presentaba borracha o directamente ni se presentaba. La chica le tocó reunir dinero a base de vender objetos personales, y cuando eso comenzó a escasear, la ropa la seguía. Ese dinero que una vez su madre recaudó trabajando se encontraba tras las botellas de alcohol. Y el suyo se iba en gastos como la comida y en arreglar cosas del lugar que se obligaba a sí misma a llamar hogar.

Sus notas bajaron en cuanto la secundaria llegó. Se descentró. Trabajaba para comer. Y cuando estudiaba sabía que no comería.

¿Cómo iba a pensar en estudiar para comer en el futuro cuando se moría de hambre en el presente?

La puerta, que hizo un ruido molesto al abrirse, avisó a su madre de que había visita.

Se encontraba tumbada en la cama, mirando al techo y fumando un porro que comenzaba a dejar una peste que más tarde Stella se encargaría de quitar. A su lado, con un codo apoyado cerca de la cabeza de su madre, había un hombre con barba de pocos días, grandes ojeras y dientes amarillentos destrozados por lo que fuese que consumiese en su día a día. Sonreía con socarronería.

«Ese hombre está más arriba que abajo» determinó la chica mentalmente.

— ¿Stellita? —la llamó su madre con una sonrisa tonta que la puso de muy mal humor a su hija. — ¿Eres tú?

— ¿Qué coño haces, Madelaine? —se dirigió a ella por su nombre propio. Ignoró por completo al que se encontraba a su lado.

Nunca la llamó mamá. Nunca actuó como tal. Por lo tanto, no debía llamarla por algo que no era. Madelaine no era quién la mantenía ni mucho menos. Era como una compañera de hogar que no pagaba su parte de la renta pero de la que era incapaz de librarse.



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En el texto hay: historia real, muerte

Editado: 31.03.2021

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