La Cápsula de Confesiones
El Chevy amarillo de Víctor era, más que un medio de transporte, una cápsula de confesiones sobre ruedas. Y lo era, sobre todo, porque era suyo. Víctor no tenía jefes, no pagaba cuotas diarias a nadie más que a su motor. Era su propio dueño, su propio jefe y su propio psiquiatra en las calles de Bogotá.
El motor era un murmullo constante, un latido que puntuaba las avenidas empapadas de lluvia y neón. Llevaba casi diez años adoptando el turno nocturno, el más esquivo y honesto. Para la mayoría, la noche solo era el final de un día, un telón de terciopelo. Para Víctor, era una pecera oscura y turbulenta de almas, flotando entre el frío de la sabana y el brillo irreal de las luces. Él era el pescador silencioso.
A esa hora, la capital colombiana no mentía. Las máscaras de la oficina y las sonrisas sociales se disolvían en la humedad del aire. Lo que quedaba eran historias. Cargas que subían y bajaban; algunas mudas y ebrias, otras con una necesidad desesperada de vaciarse de algo. El asiento trasero se convertía en un diván para extraños, una burbuja temporal donde las reglas de la vergüenza se suspendían.
Víctor nunca preguntaba. Aprendió que no hacía falta. Un peaje pagado, un destino marcado, y la boca se abría. Había escuchado el Random de la vida: desde la mujer que había perdido el tiquete aéreo de su vida, hasta el hombre que describía un robo a mano armada con más calma de la que se usa para pedir un café. Historias de traición, de violencia contenida, de desesperación económica que olía a alcohol barato y a la neblina bogotana.
Víctor no era un psicólogo, ni un cura, ni un justiciero. Era solo un testigo con un volante, un ancla en la noche, llevando a las personas de un punto de su miseria o su júbilo a otro. Al final del trayecto, las historias se quedaban flotando en el aire del habitáculo hasta que el siguiente pasajero abría la puerta y traía una nueva.
Esta noche, la puerta se abrió con un golpe seco cerca del Park Way. La lluvia arreciaba. Una mujer con un abrigo empapado y una expresión indescifrable se deslizó en el asiento trasero.
"A la calle 72, por favor. Lo más rápido que pueda," dijo, y su voz era solo un hilo, tensa como una cuerda de piano.
Víctor puso primera, sintiendo el familiar escalofrío en la nuca. La noche acababa de empezar, y él ya sabía que, a ese tono y a esa hora en Bogotá, algo pesado venía con la tarifa.
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historias que marcan el corazon, historias simples sobre lo cotidiano, historias reales
Editado: 21.11.2025