La Búsqueda y la Mala Fe
Víctor asintió sin decir nada, observando a la mujer por el retrovisor mientras el taxi se deslizaba hacia la Avenida Caracas.
La pasajera tenía un aire de belleza intensa bajo las farolas urbanas. Era mona, de piel clara con un tono trigueño sutil, y los ojos café brillaban con una intensidad febril.
Tras varios minutos de silencio, solo roto por el sonido de las llantas sobre el pavimento mojado, la mujer pareció rendirse a la necesidad de hablar.
“Estoy buscando a alguien,” soltó ella, sin preámbulos. Su voz, suave y desesperada, era la de alguien al borde de la rendición.
“¿Por el centro?” preguntó Víctor, dándole un punto de apoyo para que continuara.
“Sí, por el centro. Un bar viejo,” confirmó. “Lo vi una sola vez, hace un mes. Entré por casualidad a ese bar y él estaba ahí. Era... un chico de afuera, no de aquí. Se veía perdido, pero con una tristeza tan perfecta que me cautivó. Solo lo vi por media hora.”
Ella se inclinó ligeramente hacia adelante, y su relato se convirtió en un torrente de memoria. Le describió a Víctor el color de su chaqueta, cómo la luz del bar se reflejaba en su cabello, el pequeño gesto que hizo al beber su trago. Pero más allá de eso, le contó sobre la serie de casualidades que habían hecho ese encuentro posible. La cancelación de una cita previa, la confusión con una dirección, el aguacero que la obligó a refugiarse justo en ese lugar.
“Todo se alineó ese día, ¿entiende?” le dijo. “Era como si el universo estuviera gritando: ‘Mira, aquí está’. Y ahora, todos los días, desde hace un mes, vuelvo al mismo lugar a la misma hora, esperando que el universo vuelva a ser tan generoso. Es una locura.”
Víctor escuchó, sin intervenir. La pasión en su voz era la de una obsesión, pero también la de una fe irracional.
“Y la mala fe me persigue, Víctor,” confesó, bajando el tono. “Sé que no va a pasar. Sé que no voy a volver a verlo. La vida no funciona así. Esas casualidades solo pasan una vez. Volveré a ese bar, y no estará. Y mañana, volveré, y tampoco. Pero tengo que agotar la posibilidad. Tengo que saber que hice todo lo posible, antes de aceptarlo y seguir con mi vida vacía.”
Se hizo un silencio largo, pesado, solo roto por un claxon furioso.
Víctor finalmente habló, mientras se detenía en un semáforo rojo, justo antes de entrar de lleno al centro. “Hay veces que uno tiene que pasar por diez cosas malucas y diez errores para que se dé una sola casualidad buena. Y a veces, no se da. Uno solo tiene que seguir rodando. Es lo único.”
Ella lo miró por el retrovisor, y por un momento, sus ojos café se encontraron con los de Víctor. No había gratitud, solo una comprensión sombría.
“Gracias por el viaje, Víctor.”
“Con gusto, señorita.”
Víctor la dejó frente a la puerta estrecha y oscura del bar, un lugar que parecía tragar la luz. Ella no se despidió. Simplemente abrió la puerta, se bajó y se dirigió a su cita diaria con la posibilidad y el fracaso.
Víctor puso primera y arrancó. El motor del Chevy ronroneó bajo él, un sonido tranquilizador frente al capricho de la vida. Dejó atrás el bar oscuro, la fachada estrecha, y la figura de la mujer desapareciendo en la penumbra. Se alejó del Centro, buscando un punto con más movimiento, aunque su mente se había quedado varada frente a esa puerta.
Casualidades. Eran el motor del optimismo y la fuente de la desesperación. Él mismo se había montado en el taxi esa noche por una cadena de ellas. La vida era eso. Un ir y venir de gente, cada uno en su burbuja, chocando por un instante en el asiento trasero de su taxi. ¿Para qué? Solo para dejarle a él un pedazo de su carga emocional.
—Solo tiene que seguir rodando —murmuró Víctor para sí mismo, repitiendo el consejo que acababa de darle.
En ese momento, el cielo bogotano pareció ponerse de acuerdo con su estado de ánimo. De un aguacero constante, pasó a una tormenta furiosa. Gotas gordas y pesadas golpeaban el parabrisas con violencia. Las luces de la ciudad se difuminaron, el neón se convirtió en un borrón acuoso, y la noche se hizo más densa, más oscura.
El sonido era ensordecedor. Víctor disminuyó la velocidad. Miró el taxímetro y el reloj: las 2:45 a.m.
Tuvo una súbita sensación de saciedad. El presupuesto estaba hecho. No valía la pena arriesgarse en ese diluvio por unas monedas más.
Víctor se orilló bajo la protección de un puente peatonal, encendió las luces internas y comprobó que el asiento trasero estaba vacío. Se permitió un momento de quietud. Sacó un cigarrillo del bolsillo de su camisa, lo encendió con el encendedor del coche y aspiró profundamente, dejando que el humo se mezclara con el aire húmedo.
Mientras el humo azul se disipaba, sus pensamientos volvieron a ella. El rostro de la mujer, esa mezcla de obsesión y resignación. Víctor veía esos dramas pequeños y grandes todas las noches. Cada bocanada de humo era un respiro de ese mundo.
Se fumó el cigarrillo hasta el filtro. Después, metió el cambio.
El Chevy amarillo comenzó a rodar lentamente, dejando atrás la Caracas para tomar la Avenida Villavicencio. La ruta a casa nunca se sentía como una carrera, sino como el regreso a tierra firme después de un largo viaje por un mar de historias ajenas.
Víctor se dirigió hacia el sur, hacia su barrio. Tendría que atravesar el corazón de Bosa, hasta el punto donde esta se desdibuja y empieza a sentirse el aire frío de Soacha. Su casa estaba ahí, en el límite. Pero por ahora, Víctor solo tenía que concentrarse en llegar y escuchar el sonido de la lluvia en su propio techo.
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Editado: 21.11.2025