Un Viaje al Paraíso
El Chevy amarillo de Víctor volvió a fundirse con la noche de Bogotá. Salió de la tranquilidad de su casa, dejando atrás el límite entre Bosa y Soacha, y se dirigió hacia el norte, donde la acción comenzaba. Sabía que esta noche el esfuerzo sería doble. La lluvia había cesado, dejando un frío penetrante, pero el presentimiento de agotamiento seguía ahí.
La noche se avecinaba de nuevo, prometiendo una nueva historia, un nuevo comienzo, pero al inicio, la realidad se impuso. A diferencia de otras jornadas, esta vez, los pasajeros que se subían al taxi solo rogaban con momentos de silencio. Eran figuras sombrías que se subían como vacíos, como si quisieran limpiar el alma sin decir palabras.
No hubo amenas charlas, ni confesiones inesperadas. Solo destinos marcados por unas simples palabras: A la Floresta. A Chapinero. A la 170. Para Víctor, el turno era una noche igual a muchas, solo acompañado por el sonar del radio, sintonizado en una emisora que narraba un partido de fútbol que dejaba notas rítmicas en sus oídos. Un buen distractor para la mente.
Así transcurrió la noche hasta las doce de la madrugada. Víctor estaba parqueado esta vez frente a la entrada de urgencias del Hospital de Kennedy, un sitio donde la vida y la muerte se encontraban a toda hora.
De la puerta de vidrio emergió un hombre. Era sombrío, algo serio, con el dolor físico reflejado en sus movimientos, que eran lentos y cautelosos. Tenía un paso pausado y una mirada desafiante, casi abrumadora. Con una simple seña, demandó el servicio. Víctor asintió con una señal de luces.
Aquel hombre se subió en la parte delantera del Chevy. Esta vez, el asiento del copiloto—el diván ocasional de las confesiones y de las buenas charlas—estaría ocupado.
Al sentarse, el hombre tendió la mano con formalidad. “Gracias. Me llamo Carlos.” La mano era fría, algo suave, y sus uñas estaban curiosamente arregladas, limpias, a pesar de la hora y el lugar.
Víctor estrechó la mano con un asentimiento. Por un instante, la pregunta de rutina se sintió innecesaria, una trivialidad en medio de esa atmósfera cargada. Pero por precaución, por la costumbre que se convierte en instinto, la hizo. Surgió la pregunta del millón, la que un taxista no debería hacer, la que al público en general no le gusta oír: “¿Hacia dónde se dirige?”
Carlos no dudó. Su respuesta fue inmediata y extraña.
“Vamos para el paraíso.”
Una leve sonrisa, gélida y fugaz, se reflejó en su rostro. La expresión de dolor físico no desapareció, pero la respuesta había inyectado un escalofrío en la cabina. Víctor tuvo que procesar la dirección, sabiendo que en Bogotá el nombre "El Paraíso" podía ser un barrio humilde, una discoteca o, dada la hora y el lugar, una broma muy oscura.
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Editado: 21.11.2025