Capítulo 5: La Confesión a la Luz de Bogotá
“Oye,” preguntó Carlos, su tono rasposo era incongruente con el silencio del habitáculo. “Disculpa la pregunta, pero... ¿puedo ir adelante?”
Víctor no lo pensó dos veces. Necesitaba concentración para evadir cualquier patrulla o puesto de control; no quería distracciones. Además, el asiento trasero siempre hacía que la gente pareciera más lejana, más extraña. Necesitaba que este hombre estuviera a su alcance visual.
"Claro, hombre. No pasa nada," respondió Víctor con un tono que buscaba ser tranquilizador, aunque él mismo no estaba tranquilo en absoluto. "Todo bien. Sí, siéntate acá en este asiento."
Carlos se deslizó del bordillo a la silla del copiloto con una lentitud que gritaba dolor. Se acomodó rígido, apenas inclinándose hacia atrás, manteniendo una postura tensa como si temiera que el asiento fuera a vibrar. El coche se reintegró al flujo incierto de la calle.
Para disipar la tensión, Víctor recurrió al formalismo más básico. "Por cierto, no nos hemos presentado bien. ¿Cómo te llamas?"
El hombre giró la cabeza con dificultad. Sus ojos eran oscuros, cansados, pero tenían una chispa de inteligencia despierta, casi salvaje. "Me llamo Carlos. ¿Y tú?"
"Me llamo Víctor. Un gusto, aunque la situación no sea la mejor."
"Carlos," repitió Víctor en un tono más bajo, como probando el nombre, intentando encajarlo con el rostro pálido y sudoroso. El breve intercambio de nombres sirvió como una tenue capa de normalidad sobre un pozo de terror.
Continuaron unos minutos en un silencio donde solo se escuchaba la radio a un volumen bajo, con la voz de un locutor anunciando un corte de luz en el sur. Víctor observaba la vía, pero era imposible ignorar el lenguaje corporal de su pasajero. Carlos no paraba de moverse; no se trataba de inquietud, sino de un esfuerzo constante por encontrar una posición que mitigara una agonía evidente. Llevaba una mano presionada contra su abdomen, un gesto protector, casi instintivo.
Fue en ese momento, bajo la luz mortecina de un poste callejero, que Víctor lo vio.
Carlos, con el rostro contraído en una mueca de agonía, comenzó a desabrocharse la camisa. No lo hacía con la intención de desnudarse, sino de liberarse de la opresión de la tela sobre la herida. Los botones de su camisa blanca iban cediendo con un leve sonido de chasquido.
Víctor sintió una punzada de horror.
“¡Carlos, detente! ¿Qué estás haciendo?”
Pero Carlos ya había liberado la tela. La camisa se abrió lo suficiente para revelar una zona del vientre envuelta en lo que parecía ser un paño o una venda sucia. La tela blanca estaba empapada en un círculo que crecía deprisa, tiñéndose de un color rojo oscuro, casi negro. Era sangre. Mucha sangre. Sangre arterial que indicaba un daño grave y urgente.
Víctor pisó el freno con tal fuerza que el cinturón de seguridad lo detuvo en seco. Se hizo a un lado de la calle desierta, apagó el motor y se giró completamente hacia Carlos, con el aliento atrapado en el pecho.
"¡Maldita sea! ¡Eso es una hemorragia!" Su voz se había elevado a un grito ronco, rompiendo la calma forzada que había mantenido. "¿Qué pasó? ¡Tienes un agujero, Carlos! ¡Tú no te caíste! ¡Tienes un disparó!"
El aire dentro del carro se cargó de repente con el olor metálico y dulzón de la sangre fresca. La mirada de Carlos se volvió vidriosa, el dolor había roto su resistencia.
"No grites," pidió, haciendo una mueca terrible. "Nos van a escuchar."
"Me importa un carajo si nos escuchan," siseó Víctor, acercándose. "Lo que me importa es que te estás muriendo en mi carro. ¡Necesitas un médico! ¡Ahora! ¿Por qué estabas herido? ¡Dime la verdad! ¿Quién te disparó?"
Carlos tardó un momento en reunir la fuerza para hablar. Su confesión no fue en forma de arrepentimiento, sino como una descarga brutal de una verdad demasiado pesada para seguir cargando solo.
"Porque estábamos trabajando," susurró con voz queda. "Estábamos en un 'negocio', ¿entiendes? No soy un simple vándalo callejero, Víctor. Yo soy el que mueve la ficha. Soy el líder del grupo que vandaliza la ciudad, el que organiza los golpes más grandes, el que coordina los robos en todos los barrios de la ciudad."
La revelación cayó sobre Víctor como un rayo. No era solo un herido que había recogido; era la cabeza de la serpiente, el fantasma que aterrorizaba los noticieros y las conversaciones de café. La ira inicial se transformó en una sensación de náusea helada.
"¿Líder de una banda de atracadores?" Víctor negó con la cabeza, el rostro pálido. "No, no me jodas. ¿Y el tiro? ¿Viene de una pelea entre ustedes?"
Carlos entrecerró los ojos, agotado, pero la necesidad de justificar su herida era más fuerte que el dolor.
"No. Fue un trabajo. El más reciente. Nos habíamos metido a robar a una casa en la zona de Kennedy," explicó, las palabras lentas y medidas. "Íbamos a cargar las últimas cosas. Ya estábamos saliendo, casi en la reja, cuando el dueño, el viejo... nos vio. No sé de dónde la sacó, pero... el señor de la casa hizo un disparo."
Carlos respiró hondo, un sonido sibilante en su garganta.
"No fue un tiro al aire. Iba directo. La bala me impactó. Me dio en el abdomen."
Víctor sintió la bilis subir por su garganta. Estaba ayudando a un hombre que acababa de invadir el hogar de otra persona. Un hombre herido, sí, pero herido por la legítima defensa de su víctima.
"¿Y el Hospital de Kennedy, Carlos? ¡Dime por qué no fuiste directo allí! ¡Eso es lo más cercano a lo que íbamos!" Víctor golpeó el tablero con la palma de la mano.
Carlos intentó recostarse contra el asiento, buscando un confort que no existía.
"Fui, Víctor. Llegamos. La banda me dejó cerca. Caminé hasta la entrada... del hospital," dijo, su voz quebrándose. "Pero me detuve antes de cruzar la puerta de urgencias. Me di cuenta de la trampa. Estaba lleno. Había policías en la sala de espera, Víctor. En Urgencias. Si entraba así, con una herida de bala en el estómago, lo primero que harían sería preguntarme qué pasó. Y yo no podía mentirle a un médico sin que se diera cuenta. Ellos... ellos ya me tienen en la mira."
Víctor asimiló la gravedad de esa última frase.
"¿'Te tienen en la mira'?"
"Sí. Soy... soy un poco reconocido," admitió Carlos con un dejo de orgullo macabro, rápidamente opacado por la urgencia. "Si hubiera entrado, me habrían capturado, me habrían esposado a la camilla. Es mejor morir desangrado que en una celda."
Víctor se alejó del asiento de Carlos, su mente en un torbellino. Había pasado de ser un samaritano a un cómplice involuntario en cuestión de minutos. Tenía en su carro a un ladrón herido, líder de una banda, un fugitivo que había evadido a la policía en el Hospital de Kennedy, y que ahora dependía de él para sobrevivir.
"Estás loco," susurró Víctor, encendiendo de nuevo el motor, no porque supiera a dónde ir, sino porque la inmovilidad era insoportable. "Estás gravemente herido y lo único que se te ocurre es seguir huyendo. ¿Qué diablos quieres que haga ahora? ¡No soy médico!"
La cara de Carlos se iluminó fugazmente con una luz de súplica. "Necesito que me ayudes a conseguir algo. Un contacto, una enfermera clandestina, alguien que no llame a la policía. Alguien que solo me cierre la herida. Por favor, Víctor. Solo tú sabes que estoy aquí."
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Editado: 21.11.2025