Historias nocturnas de un taxista

Capitulo 6

Capítulo 6: El Inventario del Paraíso en Ciudad Bolívar
​El motor del carro de Víctor rugió en el silencio de la madrugada, un sonido estridente que parecía anunciar un delito. La confesión de Carlos había reconfigurado el mundo de Víctor en cuestión de minutos. Tenía en su carro a un asesino, un fugitivo y ahora, un jefe criminal moribundo. Víctor estaba sumido en un torbellino de pánico, sintiendo que no era el conductor, sino el pasajero de su propio destino.
​El miedo, ese impulso primario, terminó de congelar su capacidad de raciocinio. La idea de entregarlo se desvaneció ante la amenaza implícita que pendía sobre su cabeza; si Carlos era capturado, Víctor sería el último civil en verlo.
​"Tienes que llevarme a un sitio, Víctor. No podemos seguir acá," dijo Carlos, su voz más débil, pero con un imperativo que cortó el aire. "Ya sabes a dónde. Llévame a mi casa."
​Víctor sintió un escalofrío, asintiendo automáticamente. La palabra "casa" era un eufemismo aterrador para aquel búnker que Carlos llamaba "El Paraíso" en la temida localidad de Ciudad Bolívar. Sin mediar más preguntas, Víctor se incorporó al flujo de la vía. Su plan de huida era ahora una necesidad de supervivencia.
​"Voy a tomar la Avenida Boyacá, sentido Sur," anunció Víctor, su voz tensa. Era la ruta más directa para abandonar el norte de la ciudad y llegar rápidamente al corazón del sur.
​"Bien. Esa es la ruta," confirmó Carlos, su tono más tranquilo ahora que se dirigían a su refugio. "Solo tienes que subir la última loma. Nadie te va a seguir por ahí."
​El carro se lanzó en la vía rápida. La velocidad era un alivio para Víctor, una distracción de la sangre que se acumulaba a su lado. El trayecto por la Avenida Boyacá fue una carrera contra el tiempo y la ley, con la silueta de los cerros orientales dominando el horizonte. Dejaron atrás los pocos edificios iluminados y se adentraron en las zonas donde la infraestructura cedía paso a la topografía accidentada y la oscuridad.
​Mientras avanzaban hacia El Paraíso, la tensión y el dolor hicieron que Carlos, de manera casi terapéutica, comenzara a desgranar el funcionamiento de su banda con una frialdad espeluznante.
​"No es un grupo de muchachitos, Víctor. Esto es un negocio. Una empresa con jerarquía. Y el centro, el motor de todo, es la casa que te digo, allá en El Paraíso. Nos reunimos todas las noches."
​Víctor sintió un escalofrío. "¿Y cuántos son ustedes?"
​"Somos unos treinta fijos. Hombres que se ensucian las manos, los 'ejecutores'. Ellos son los que tienen que reportar a diario. Y la clave es la disciplina."
​Y aquí llegó la parte que heló la sangre de Víctor, confirmando que estaba frente a un sociópata sin remordimientos.
​"Hay una regla de oro en la casa: el que no lleva nada de valor, o no lleva el reporte de un golpe exitoso, ese día es un estorbo." La voz de Carlos se volvió grave, casi disfrutando del impacto. "Si vienes con las manos vacías, tienes que pagar la deuda. La única moneda que aceptamos es la mercancía o el oro. Si no, la pagas con dolor."
​Víctor tragó saliva, incapaz de apartar la vista de la carretera. "¿Qué tipo de consecuencias, Carlos?"
​Carlos se rió, una tos áspera. "Las que se merece un inútil. Primero, castigo. Si es la primera vez, se le da palo, no come en dos días y tiene que limpiar el basurero. Pero si es reincidente, o si falla un trabajo grande... ahí sí se pone feo."
​El hombre herido se detuvo, saboreando el silencio que su relato provocaba. "A un compañero que no cumplía con la cuota, que se estaba quedando con las ganancias o que simplemente llegaba sin mercancía, lo ajustábamos duro. No le dábamos comida, lo aislábamos. Y si el mensaje no entraba, le dábamos 'juguetes'. ¿Sabes qué son los 'juguetes', Víctor? Son los hierros, las herramientas para golpear. Palo, cadenas, lo que tuviéramos a la mano."
​Carlos finalizó con la macabra cumbre de su dictadura. "Y si después de todo eso, seguían fallando, o intentaban traicionar... los asesinábamos. Sí. Los mataban allí mismo, en el patio. No podemos tener debiluchos o sapos. La lealtad se paga con oro; la traición, con sangre."
​Víctor estaba transportando a un tirano.
​La confesión continuó, detallando la mecánica de sus robos, como un inventario macabro.
​"Tenemos diferentes equipos. Hay tres equipos de cinco personas para robar locales y tiendas de barrio; esos son los fáciles, los que dejan la plata en efectivo. Hay otro equipo, el de siete, que se encarga de los centros comerciales; esos son más organizados y dejan mejores ganancias, pero es más riesgo."
​"¿Y las casas, como la de hoy?"
​"Las casas las hago yo, con mis dos lugartenientes. Pero en general, te digo algo: robamos pollerías, robamos buses, robamos restaurantes... robamos todo. Todo lo que de plata, y lo hacemos rápido. La clave es la rotación. Dos semanas en el sur, dos semanas en el norte. Así la policía de cada sector no nos coge el tiro."
​Finalmente, tras salir de la Avenida Boyacá y ascender por las sinuosas calles de la localidad, Carlos le ordenó detenerse. La casa, enclavada en una de las partes más altas y oscuras de Ciudad Bolívar, era un búnker.
​"Listo. Ahí es," dijo Carlos. Intentó abrir la puerta, pero la debilidad lo venció. "Ayúdame, Víctor. No puedo. Tienes que tocar y hacer que me abran. Si me ven tan débil, mis 'socios' pensarán que estoy acabado."
​"¡Me dijiste que solo te trajera!" exclamó Víctor, el pánico tornándose en desesperación.
​"Si te vas, mi gente te va a ver salir de acá. Y si se dan cuenta que dejaste a su jefe moribundo en el carro, te van a buscar. Te van a encontrar. Te van a ajusticiar a ti también, Víctor."
​La amenaza funcionó como un puñetazo. Víctor, resignado a su destino, bajó del carro y se acercó a la puerta de metal, golpeando tres veces.
​La puerta se deslizó, revelando un orificio y un ojo desconfiado. Un muchacho de no más de dieciocho años, delgado, nervioso, y portando un machete que brillaba, se deslizó fuera. Vio a Víctor, el extraño, y de inmediato apuntó el arma.
​"¿Quién es este man, patrón?" preguntó Gonza, sin bajar el machete. "¿Y qué le pasó?"
​Carlos, reuniendo fuerzas, logró sacar la mitad de su cuerpo del coche. Un chorro de sangre fresca cayó al asfalto.
​"¡Baja eso, Gonza! ¡Soy yo! Él me hizo el favor de traerme desde Kennedy, es un amigo de la carretera," mintió Carlos, su rostro un mapa de dolor. "Pero estoy herido. Me impactó un dueño de casa que se resistió. ¡Ayúdame a entrar! Y tú," se dirigió a Víctor con un brillo amenazador en los ojos, "ayúdame a entrar. Y luego, nos vamos a sentar a hablar. Tienes que quedarte, al menos hasta que me curen. Me debes ese favor."
​Víctor miró el machete en las manos de Gonza y supo que la negociación había terminado. Estaba atrapado en el patio del 'Paraíso' de Ciudad Bolívar. La única manera de seguir con vida era obedecer al moribundo.




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