Capítulo 8: La Lluvia y la Deuda
La parada en la Boyacá lo había centrado un poco, pero apenas se reincorporó a la vía, el cielo respondió con una furia silenciosa. La lluvia comenzó suavemente y en minutos se transformó en un aguacero denso, obligándolo a reducir drásticamente la velocidad. Victor iba suave en el carro, dejando que el ritmo constante de las escobillas limpiaparabrisas se sincronizara con el caudal de pensamientos que inundaban su mente.
Meditar era inevitable. Repasó todo: la sangre, el suero, el látigo, la fría advertencia de Carlos. ¿En qué se había metido? Se había prestado para algo que bien podía resultarle en un problema grave.
El miedo más profundo lo heló. Se trataba de un delincuente tan reconocido como Carlos; si él era capaz de castigar a uno de los suyos con tal brutalidad, ¿qué le impediría hacer lo mismo con un taxista cualquiera que sabía demasiado? Durante la paliza, Victor había estado tan asustado que pensó: "Así como están castigando a aquel, me van a matar a mí. No voy a poder volver a mi casa, no voy a ver a mi familia." Llevaba mucho miedo por su vida, sabiendo la clase de persona con la que había tratado, pero por fortuna, no fue así.
Su decisión, dictada por el miedo, fue firme: no diría nada. Ni a la policía, ni siquiera mencionaría la dirección de aquella casa a nadie. La discreción ya no era solo un favor para Carlos, era su propia supervivencia.
La paranoia se cebaba en él. El "salvo conducto" que le habían dado para salir sin inconvenientes de Ciudad Bolívar hasta la Boyacá se sentía como un anzuelo. Pensó que, así como le habían dado la vía libre, quizás también "iban a tener el taxi rastreado" para cuando regresara y subiera. Todo ese mundo ilegal trabajaba con capas de prevención y trampas. ¿Estarían vigilando su casa? ¿Era la Boyacá la línea donde la seguridad de Carlos terminaba y comenzaba el peligro real para él? Todo eso se le pasaba por la cabeza, haciendo que el viaje pareciera infinitamente largo.
Finalmente, el taxi se detuvo frente a su casa. Entró casi a hurtadillas, pegándose un baño de inmediato como un intento desesperado por lavar la mugre emocional y el olor a miedo. Cenó algo rápidamente, pero el terror de la noche anterior se había instalado en sus huesos. No importaba lo cansado que estuviera, no pudo dormir bien. Cada sombra, cada ruido de la lluvia contra la ventana, lo despertaba de golpe.
Al día siguiente, Victor se levantó sintiéndose pesado, con un velo de agotamiento y pesadumbre cubriendo sus ojos. Todavía se sentía pensativo, la imagen del castigo volvía una y otra vez.
Sin embargo, el pragmatismo se impuso sobre el trauma. Miró los $300.000 pesos. A pesar del horror, ese dinero era oro. Era una buena oportunidad para ahorrar, para pagar esas cuentas que lo estaban asfixiando. La decisión fue clara: aunque deseara un día de descanso para procesar la noche, no podía permitírselo. Tenía que seguir produciendo plata. El miedo era un peso, pero la necesidad era una obligación más fuerte.
Victor se tomó un café amargo, se puso la ropa de trabajo, y salió a la calle. No tenía tiempo para descanso.
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Editado: 21.11.2025