Soy Eduardo, enfermero. He trabajado en hospitales por más de diez años, pero nunca imaginé que una guardia de emergencias en el hospital de Río Negro cambiaría mi vida para siempre.
Era una noche fría de julio. La neblina cubría el estacionamiento y el viento silbaba por las ventanas del hospital. Mi turno acababa de comenzar, eran las nueve de la noche. Como de costumbre, el equipo estaba reunido en la sala de enfermería, tomando un café y preparándonos para una larga jornada.
El hospital de Río Negro siempre fue un lugar tranquilo, aunque alguna vez había escuchado rumores entre los pasillos. Historias de colegas sobre sombras que se movían por las salas vacías, o susurros en la noche cuando no había nadie cerca. Pero eran solo eso: rumores, cuentos que se contaban para pasar el tiempo.
Esa noche, todo parecía normal. Hasta que alrededor de las tres de la madrugada, algo extraño comenzó a suceder. Recibimos el ingreso de un paciente que llegó en estado crítico tras un accidente automovilístico en la ruta cercana. Estaba inconsciente, sin identificación, y el personal de la ambulancia no había encontrado ningún familiar. Lo ingresamos de inmediato a la sala de emergencias.
Mientras lo preparábamos para estabilizarlo, noté algo raro en su piel. Era fría, más fría de lo habitual, como si no hubiera estado vivo por horas, pero sus signos vitales, aunque débiles, estaban presentes. Lo conectamos a los monitores y tratamos de estabilizarlo. Sin embargo, mientras trabajaba, sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Algo no estaba bien.
Mientras ajustaba uno de los electrodos, vi de reojo una figura en la esquina de la sala. Al principio pensé que era uno de los doctores, pero cuando giré la cabeza, no había nadie. Mi corazón comenzó a latir más rápido, pero me obligué a concentrarme en el paciente.
De repente, los monitores empezaron a emitir pitidos irregulares. La presión arterial y el ritmo cardíaco del paciente caían en picada. Mientras corríamos para intentar salvarlo, vi esa figura de nuevo, esta vez al pie de la cama. Era una mujer. Estaba parada allí, inmóvil, vestida de blanco, con el rostro pálido y los ojos vacíos. Me quedé paralizado por un segundo, pero en cuanto intenté decir algo, desapareció.
Mi compañero, Javier, notó mi expresión y me preguntó si estaba bien. No supe qué decirle. Seguimos trabajando en el paciente, pero era inútil. Finalmente, su corazón dejó de latir. Llamamos la hora del fallecimiento: 3:33 de la madrugada.
Mientras llenaba los papeles, intenté sacudir la sensación extraña que tenía. Sin embargo, al regresar al depósito para buscar una sábana con la que cubrir el cuerpo, la luz comenzó a parpadear. Y ahí, en la penumbra, la vi de nuevo: la misma mujer, esta vez más cerca. Sus ojos vacíos se clavaron en los míos, y su boca comenzó a moverse, aunque no emitía ningún sonido.
Un frío helado me envolvió. Sentí cómo una presencia me rodeaba, casi sofocante. Di un paso atrás, tropezando con una camilla. El aire se sentía denso, como si algo invisible estuviera oprimiendo mi pecho.
Cuando finalmente recobré el aliento, la mujer había desaparecido, pero no la sensación de que algo más estaba en la sala conmigo. Fue entonces cuando recordé las historias que algunos compañeros más antiguos solían contar: la leyenda de "La Enfermera Blanca", un espíritu que, según decían, aparecía cada vez que alguien fallecía de forma trágica o inexplicable en el hospital.
Nunca creí en esas cosas, pero aquella noche lo que viví fue real. Después de esa guardia, pedí el cambio a otro turno. Nunca volví a trabajar en las madrugadas en el hospital de Río Negro.
Aún hoy, cuando cierro los ojos, puedo ver a esa mujer, de pie al pie de la cama, observándome en silencio.
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Editado: 20.09.2024