Mi nombre es Gonzalo, soy oficial de policía en un pequeño pueblo del interior de Argentina. Llevo varios años trabajando en la comisaría local, un lugar tranquilo, donde rara vez sucedía algo fuera de lo común. El tipo de casos que recibíamos eran peleas entre vecinos, robos menores o alguna que otra denuncia de ganado perdido. Hasta que una noche, todo cambió. Esa fue la noche en que descubrí que no todo lo que ocurre dentro de la comisaría es tan simple como parece.
Era un miércoles cualquiera, hacía frío y el viento soplaba con fuerza afuera. Me tocaba el turno de noche, y como casi siempre, esperaba una jornada tranquila. La comisaría es un edificio antiguo, con paredes gruesas y techos altos que crujen cada vez que el viento sopla fuerte. Esa noche estaba solo en el lugar, ya que el resto del personal estaba patrullando las afueras del pueblo o descansando en sus casas.
Alrededor de las tres de la madrugada, recibí una llamada de una mujer mayor que vivía en las afueras del pueblo. Dijo que había visto luces extrañas cerca de su casa y escuchado ruidos en el patio, como si alguien estuviera rondando. Intenté calmarla, diciéndole que probablemente eran animales, pero insistió en que era algo más, algo que la hacía sentir inquieta.
Decidí mandar una patrulla a verificar la zona, pero justo cuando me disponía a hacerlo, ocurrió algo que no esperaba. Escuché un golpe fuerte proveniente de una de las celdas vacías que teníamos en la parte trasera de la comisaría. El sonido resonó por los pasillos vacíos y el eco se hizo interminable.
Me levanté de mi escritorio y tomé mi linterna, pensando que tal vez algún animal había logrado entrar por alguna ventana. El lugar es viejo, y no sería la primera vez que algún gato o perro se cuela. Caminé lentamente por el pasillo que lleva a las celdas, sintiendo cómo el aire se volvía más pesado a cada paso. El silencio era total, salvo por el zumbido de las luces fluorescentes y el crujir ocasional del edificio.
Cuando llegué a las celdas, revisé una por una. Estaban todas vacías, como era de esperar. Pero justo cuando me disponía a darme la vuelta y regresar al escritorio, escuché otro golpe. Esta vez, mucho más fuerte. Provenía de la última celda, la más alejada. Me acerqué lentamente, sintiendo una mezcla de miedo y curiosidad.
Apunté con la linterna hacia el interior de la celda y, para mi sorpresa, no había nadie. El lugar estaba vacío, pero algo no estaba bien. El ambiente en esa celda se sentía diferente, como si el aire fuera más denso, más oscuro. Y entonces lo noté: el frío. Un frío gélido que no tenía sentido, considerando que era pleno invierno, pero la calefacción de la comisaría estaba encendida.
Decidí entrar en la celda para revisar más de cerca. Apenas puse un pie adentro, sentí una ráfaga de aire frío que me hizo retroceder. Era como si algo o alguien me estuviera empujando hacia fuera, pero no había nada visible. De repente, la puerta de la celda se cerró de golpe detrás de mí. Intenté abrirla, pero estaba atascada. No había razón para que se cerrara sola, y mucho menos para que se trabara de esa manera.
Mi corazón comenzó a latir con fuerza. Respiré profundo e intenté mantener la calma, pero entonces lo escuché. Una voz. Un susurro. No entendí lo que decía al principio, pero era claro que provenía de algún lugar dentro de la celda. Giré la linterna en todas direcciones, pero no había nada ni nadie. Solo paredes frías y oscuridad.
Los susurros se hicieron más claros, como si alguien estuviera justo a mi lado, hablando muy bajo. “No deberían haberme dejado aquí...”, decía la voz. “No debieron encerrarme...”. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
De repente, la luz de mi linterna comenzó a parpadear. El pánico me invadió. Intenté forzar la puerta una vez más, pero seguía sin abrirse. Los susurros ahora eran más insistentes, más fuertes, casi como un murmullo constante en mi oído. Me giré hacia la pared del fondo de la celda, y ahí fue cuando lo vi. Una sombra.
No era una sombra normal. Era una figura alta, delgada, con los brazos largos y retorcidos, como si estuviera distorsionada. No tenía rostro, solo una forma borrosa que se movía lentamente hacia mí. Mi linterna finalmente se apagó, dejándome en la oscuridad total.
El miedo me paralizó por unos segundos, pero el instinto de supervivencia me hizo reaccionar. Comencé a golpear la puerta con todas mis fuerzas, gritando, aunque sabía que nadie estaba cerca para escucharme. El susurro se convirtió en un grito, un lamento desgarrador que llenó toda la celda. Sentía que esa cosa estaba a punto de tocarme, de llevarme con ella a algún lugar del que no había vuelta.
De repente, la puerta se abrió de golpe. Me lancé hacia fuera, tropezando y cayendo al suelo del pasillo. El frío desapareció instantáneamente, y los susurros se apagaron, como si nunca hubieran estado allí. Me levanté como pude, respirando con dificultad, y corrí hacia el escritorio. No me detuve hasta que estuve de nuevo frente a la radio, pidiendo que alguien viniera de inmediato a la comisaría.
Esa noche, no volví a acercarme a las celdas. Cuando llegaron mis compañeros, les conté lo que había pasado, aunque no todos me creyeron. Algunos dijeron que seguramente fue el cansancio o una mala jugada de mi mente, pero yo sé lo que vi. Lo que escuché.
Días después, uno de los oficiales más antiguos me contó una historia que me heló la sangre. Hace muchos años, en esa misma celda, habían encerrado a un hombre acusado de asesinato. Murió de manera extraña mientras estaba detenido, y desde entonces, había rumores de que algo quedaba en esa celda. Algo que no descansaba en paz.
No volví a hacer guardias nocturnas solo. Y cada vez que paso cerca de las celdas, siento un escalofrío en el aire, como si aquella sombra siguiera allí, esperando.
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Editado: 20.09.2024