Mi nombre es Alejandro, y crecí en un pequeño pueblo de Argentina, rodeado de campos interminables y cerros bajos. Desde niño, siempre escuché historias sobre criaturas que acechaban en la oscuridad, pero había una leyenda que me perturbaba más que cualquier otra: la del lobizón. Se decía que el séptimo hijo varón de una familia se transformaba en un lobo los viernes por la noche, maldito para vagar bajo la luna llena hasta el amanecer. Nunca le presté demasiada atención, hasta que me sucedió algo que cambió mi vida para siempre.
Era verano, y como cada año, mis padres me enviaron al campo de mis abuelos durante las vacaciones. Me encantaba pasar esos días en la naturaleza, lejos del bullicio de la ciudad, ayudando a mi abuelo a cuidar el ganado. Las noches eran frescas, el cielo despejado mostraba millones de estrellas, y el viento susurraba a través de los pastizales. Sin embargo, esa tranquilidad se vio rota una noche de viernes.
Mi abuelo siempre fue un hombre reservado, pero había algo que lo ponía nervioso, especialmente los viernes por la noche. Nunca me permitía salir solo después del atardecer, y cada vez que le preguntaba por qué, me decía con seriedad: "Hay cosas en este mundo que es mejor no ver, Alejandro". Nunca le di mucha importancia a su advertencia, hasta esa noche.
Esa tarde, noté que el cielo se oscurecía más temprano de lo habitual. El sol desapareció detrás de las colinas y una brisa fría comenzó a soplar. Mi abuelo me pidió que encerrara a las ovejas en el corral y me advirtió una vez más que no me demorara. Pero algo en el ambiente me inquietaba. El silencio del campo era más denso de lo normal, como si todos los animales hubieran decidido callar al mismo tiempo. Incluso los pájaros, que solían cantar hasta el anochecer, habían desaparecido.
Cuando terminé de encerrar a las ovejas, me quedé unos minutos mirando el horizonte. La luna llena ya comenzaba a subir por encima de las colinas, iluminando el campo con una luz pálida y fantasmagórica. De repente, escuché un ruido a lo lejos, como un aullido, pero no el típico de un perro o un lobo. Era algo más profundo, más gutural, que resonó en mi pecho. Mi primera reacción fue que debía ser un coyote, pero algo en mi interior me decía que no era eso.
Decidí regresar a la casa, pero mientras cruzaba el campo, lo vi. A lo lejos, entre los pastizales altos, una figura se movía en cuatro patas, pero no era un animal común. Era demasiado grande, demasiado rápido. El pelo en mi nuca se erizó cuando esa cosa se detuvo y giró su cabeza hacia mí. No podía distinguir bien sus rasgos, pero sus ojos brillaban con un rojo intenso bajo la luz de la luna.
El miedo me paralizó por unos segundos, pero cuando lo vi empezar a moverse en mi dirección, recuperé el control de mis piernas y corrí. Corrí lo más rápido que pude hacia la casa de mis abuelos, sintiendo su presencia detrás de mí, escuchando el sonido de sus patas golpeando el suelo. El aire estaba lleno de un olor a podredumbre y humedad, como si algo antiguo y muerto me estuviera persiguiendo.
Cuando llegué a la casa, mi abuelo ya estaba esperándome en la puerta, sosteniendo su escopeta. Cerró la puerta de un portazo y me miró con una seriedad que jamás le había visto.
—¿Lo viste, no? —me preguntó, y yo solo asentí, sin aliento.
—El lobizón… —susurró mi abuelo, como si fuera un nombre maldito.
Me contó que esa criatura había sido vista por generaciones en nuestra familia. El séptimo hijo varón de un antiguo pariente se había transformado en lobizón, y su maldición había quedado atada al campo. A veces, bajo la luna llena, especialmente los viernes, vagaba por los pastizales, buscando presas o tal vez un alma desafortunada que lo viera.
Esa noche fue interminable. Desde la ventana de la casa, vimos cómo esa criatura rondaba los corrales, moviéndose entre las sombras, aullando de vez en cuando. Nunca se acercó a la casa, pero su presencia era suficiente para helar la sangre. Mi abuelo permaneció despierto toda la noche, con la escopeta cargada, vigilando, como si estuviera acostumbrado a esos encuentros. Yo apenas pude cerrar los ojos.
Al amanecer, cuando el primer rayo de sol apareció en el horizonte, el lobizón desapareció, como si nunca hubiera estado allí. Los animales en el campo comenzaron a moverse de nuevo, y el canto de los pájaros llenó el aire, como si el horror de la noche anterior hubiera sido solo un mal sueño.
Pero yo sabía que no lo era. Desde ese día, no volví a mirar el campo de la misma manera. Cada vez que veía la luna llena, no podía evitar recordar aquellos ojos rojos en la oscuridad, y aunque nunca volví a ver al lobizón, la sensación de que algo aún ronda los pastizales nunca me ha abandonado.
Esa fue la primera y última vez que lo vi, pero su presencia aún se siente. En cada noche de luna llena, cuando el campo queda en silencio absoluto, sé que está allí, acechando, esperando.
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Editado: 20.09.2024