Historias que caben en el bolsillo

La belleza

Recuerdo cómo, estando en primer año de universidad, me dirigía de Barranquilla a Cartagena. Al llegar a la terminal de transporte, aproveche la espera para pasear por la misma.

Era un día de abril, el cielo estaba pintado de gris, y la bruma se esparcía por todo el lugar, aun así, era un día caluroso y aburrido. De esos en los que no te apetece hablar con nadie, ni mirar a nadie; pero mi compañero y yo debíamos ir a Cartagena por un trabajo universitario.

En el lugar había una cantidad de personas considerable, pero comparado con otros días, se puede decir que estaba vacío. Al caminar por el sitio, me percaté como los pasajeros cuando pasaban por la zona de llegada de los autobuses, aminoraban el paso, o se detenían unos segundos, y hacían una expresión que parecía decir que en el lugar estuviera alguien famoso. Al salir, algunos autobuses llegaban otros partían, pero no había señal del que necesitaba.

—¿Qué será lo que están mirando aquí? —le pregunté a mi compañero.

Sin responder, me señalo con los labios a una mujer. Era una joven que rondaba los veinte años, vestida con una falda larga de diseños florales y una blusa blanca; no parecía una pasajera, más bien la hija o la hermana que espera la llegada de un ser querido. De pie, cerca de uno de los autobuses, ella conversaba con una anciana.

Al verla, me invadió una extraña sensación de tristeza que no puedo explicar. Era como presenciar el momento en que una flor, al ser tocada por la lluvia sus pétalos se vuelven trasparentes y sus antenas doradas. La mujer era sin duda una belleza, y de eso no teníamos dudas ni yo ni los que aminoraban el paso para admirarla.

Siendo sincero, debo reconocer que lo único que tenía de bello la chica era su cabello castaño, sus crespos estaban libre como Dios los creó al dar el soplo de vida; todo lo demás era ordinario. No sé si era una forma especial de mirar, o tal vez fuese causa de la miopía, pero sus ojos siempre estaban entrecerrados; tenía la nariz pequeña y ligeramente chata; la boca grande con labios carnosos; y su mandíbula contorneada, a muchos le podría parecer un poco masculina. Mirándola pude darme cuenta, que aunque no fuera una belleza dentro de los estereotipos, su encanto radicaba justo en eso. Si a ella le hubieran cambiado cualquier cosa de su persona, su encanto habría desaparecido.

De pie al lado de la anciana, la mujer, al conversar, hablaba, reía, alzaba su mano para acomodar su cabello. En su rostro, podía expresaba en un segundo temor como asombro, sus manos seguían lo que su boca decía, no recuerdo ni un segundo en que su cuerpo y rostro estuvieran estáticos. El secreto de su belleza se ocultaba en esos sutiles gestos, en su hablar, en su sonrisa, en las fugaces miradas que nos dirigía, emanaba una dulzura y pureza que era revelada al momento que reía.

Al llegar nuestro transporte, y al pasar cerca de ella para formar la fila para entrar al autobús, mi compañero soltó un suspiro capas de crear tsunamis.

Descifrar ese suspiro me es imposible, pero puedo hacerme una vaga idea de su significado.

Mientras el conductor revisaba los boletos para subir, volteaba a mirar a la mujer, con sus ojos cansados y rostro fatigado por las largas horas tras el volante. Al ver a la mujer su mirada estaba llena de ternura, pero tenía destellos de tristeza; como si al verla fuera consciente de su propia juventud ya casi marchita.

Cuando se puso el autobús en marcha, desde la ventanilla la vi seguir al mismo con la mirada, dar unos pasos por el lugar, y como despidiéndose, antes que entrara al edificio, pude observar una vez más su amplia y picara sonrisa.




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