Un loco andaba vagabundeando, buscando la piedra filosofal. Provenía del fin del mundo y había hecho su viaje hasta llegar a las playas de Colombia. Caminaba con el pelo enmarañado, la piel bronceada por los rayos del sol, los labios cerrados como las puertas de su corazón y los ojos ardientes de pasión, la misma pasión que tienen los recién casados.
Con cada paso dado, desde la Patagonia hasta el Caribe colombiano, ante él siempre rugió un mar que solo él podía descifrar. Para él, la naturaleza le susurraba mensajes sobre los tesoros que se encontraban ocultos en su seno, y se burlaba de los ignorantes que no tenían la claridad de entender esos mensajes. Eso afirmaba su convicción de que estaba pronto a realizar su sueño.
Habían pasado tantos años de su búsqueda, que su piel se había marchitado a temprana edad, y su cabello rubio había perdido el brillo comparable con el oro. En su alma, aunque aún ondeaba la llama de la pasión, había empezado a brotar despacio la flor de la desesperanza; pero él, sin darle tregua a aquella emoción, seguía en la búsqueda incesante de lo que era su propósito de vida: encontrar la piedra filosofal.
¿Pero vivir cegado por la ilusión de alcanzar un sueño no te convierte en un ser semejante a los caballos con anteojeras, incapaces de presenciar todo el panorama porque están limitados a ver solo hacia el frente? ¿No es similar a mirar al cielo y esperar a que se acerque la luna o al morder la manzana del árbol de la muerte y esperar no ser envenenado?
Un día, en la playa desierta, con el cabello lleno de tierra y la planta de los pies quemadas por la arena ardiente, el vagabundo buscaba la piedra filosofal. Se detuvo un momento para secar el sudor de su frente mientras admiraba el océano. A lo lejos, en el punto en donde el mar y el cielo se vuelven uno solo, como si fuera un juguete se podía ver cómo se perdía la vela de un barco.
Un niño del pueblo, con su afro crespo y su genuina inocencia, se le acerco y le pregunto:
—¿Dónde has encontrado esa hebilla de oro que tiene tu correa? Es muy bonita.
El loco se estremeció, y un viento frío lo abrazó por la espalda. La vieja hebilla de plata estilo vaquero era de oro. No estaba soñando ni tampoco alucinaba por el calor, ¿pero cómo había ocurrido esa extraordinaria transformación?, ¿en qué momento había pasado?
—¡Niño! —exclamó el loco, con un acento que no era de ningún lugar pero a la vez de todos—, ¿tú has visto las piedras que he cogido? ¿Has presenciado la transformación?
El niño negó con la cabeza, y en sus ojos negros se podría ver el brillo de la compasión dirigida a ese pobre hombre de rostro decrépito y mirada triste.
El loco se dio ligeros golpes en la frente, angustiado, buscando una chispa que iluminara el rincón oscuro de su memoria. ¿Cómo había ocurrido? ¿En qué momento? ¿Dónde? Eran las dudas que perturbaban su mente, y el no saber la respuesta era más doloroso que la herida causada por la pérdida de la piedra. Pero, ¿en qué momento y en dónde se había realizado su sueño, y por qué había pasado inadvertido a su presencia?
Al principio de su travesía, el loco tenía claro cómo debía ser la piedra filosofal, y analizaba con sumo cuidado cada posible piedra. Pero con el paso de las semanas, los meses y los años, antes sus ojos se difuminó el objetivo y cada vez eran más la posibles piedras filosofales. Eso hizo que, en algún momento, dejara de realizar su análisis minucioso y agarrara la costumbre de golpear las piedras contra la hebilla. Luego, de forma maquinal, las arrojaba al suelo, sin mirar siquiera si había aparecido algún cambio o no. De esa manera, el loco había cumplido y fracasado en su sueño de encontrar la piedra filosofal.