Al amanecer, el hombre echó su red al mar.
El cielo estaba cubierto y se reflejaba un mar calmo. Sentado en su lancha, el hombre miraba atrás, a su isla, esperaba el momento para retirar la red. A lo lejos, se observaba la espuma de las olas deshacerse mientras se acercaban a la orilla; el verde de las palmeras de coco; la tierra siendo quemada por el sol; y en el eco del viento, se podía percibir el sonido de las aves en vuelo.
Estar en mitad del océano, más que asustarlo por su inmensidad, lo llenaba de una deliciosa sensación de regocijo.
Cuando retiró la red, no había peces. Pero en ella se encontraban extrañas maravillas provenientes del fondo marino: unas brillaban como ojos llenos de amor, otras como lágrimas, y algunas estaban llenas de color como las mejillas tímidas de un niño enamorado.
—Tengo un hermoso tesoro —se dijo a sí mismo.
Guardando las maravillas en un saco, el hombre tomó rumbo a casa.
Caminaba por las calles de tierra, con los árboles de mango en flor y los árboles de guineo y plátano a su alrededor. Iba disfrutando de la deliciosa brisa tropical que estremecía las ramas, y los sonidos alegres tan característicos de su isla. Se sentía en armonía con el mundo.
Cuando llegó a casa, cargando con su preciado botín, su amada estaba sentada en la terraza en una mecedora de mimbre, llena de dulzura, mecía en su brazos a su bebé.
El hombre se acercó a su amada y dudó si debía enseñarle su botín.
—Cariño, ¿cómo ha ido todo? —preguntó ella.
—Ni un solo pez.
Luego, dejó caer a sus pies todo lo que había obtenido del mar y se quedó en silencio.
Ella miró el botín y dijo:
—¿Qué es todo eso? ¿Cuál es su utilidad? ¿Tienen algún valor?
Avergonzado, el hombre se puso a recoger las maravillas del mar y, como un relámpago un pensamiento penetró su mente: Obtener todo esto no me ha supuesto esfuerzo alguno, ni siquiera lo he comprado o me lo han regalado; ella tiene razón, esto no tiene valor real.
Al terminar su reflexión, como si presenciara el momento en que una flor abre sus pétalos al sol, nació ante sus ojos un nuevo panorama. Otro pensamiento se añadió al anterior: Todas las cosas cuya belleza radica solo en el exterior no poseen valor alguno.
Con los primeros rayos del crepúsculo, el hombre tiró el saco con el botín marino a la calle. Horas después, pasaron algunos vecinos del pueblo, lo tomaron y se lo llevaron a sus hogares. ¿Habrán ellos observado el mismo botín?