Había tomado el bus equivocado. Creía conocer Barranquilla como la palma de mi mano, pero no era así. Me perdí en la ciudad.
Mientras caminaba las calles bajo el sol abrasador del mediodía, a cada paso se revelaba un lugar nuevo, limpio, bello y desigual. Las calles estaban desiertas, y el viento era tan solo un hilo.
Me detuve un instante, cautivado por la mezquita que se erguía ante mis ojos. Trasmitía un aura de pureza; en sus paredes blancas no había rastro de mugre, y los árboles parecían evitar ensuciar el suelo con sus hojas. De ella se alzaba una larga torre, donde una media luna dorada reflejaba los rayos del sol. En el frente, cerca de la entrada, destellaba una estrella de ocho puntas. Como una fotografía tomada en el momento exacto, esa imagen me sonreía como una brisa veraniega.
Decidí seguir mi camino. Mientras pasaba por el portón, tú saliste de la mezquita y te detuviste ante él. ¿Por qué, de pronto detuviste tu andar, giraste la cabeza y me miraste a través de tu largo velo?
Esa mirada, escapada de un poema, llegó a mí como la brisa que, después de desprender el aroma de una flor, acaricia la nariz de los enamorados.
Esa mirada, llena de amor y bondad, derrumbó mis defensas, conquistando el castillo sin realizar el asedio.
En mi pecho brotó una flor que rápidamente se marchitó. Al no ser un hombre de tu misma fe, al ser un hombre carente de fe, la idea de un amor es un imposible. Pero ¿si se supone que ÉL es juez justo, si ÉL es amor, por qué es un pecado si llegara a amarte?
La casualidad hizo que ayer tomara el bus que pasa cerca de la mezquita, y tu recuerdo volvió a mi memoria. Tuve el deseo de bajar y caminar las calles con la esperanza de encontrarte. Pero no lo hice. Aún me pregunto: ¿Por qué detuviste tu andar y me miraste a través de tu velo, cuando saliste de la mezquita después de alabar a Dios?