La memoria funciona de manera extraña. Cuando evoco el pasado, hay cosas que, por más reales que parezcan en mi cabeza, no hay forma de saber si son verdad. ¿Cuántos recuerdos preciados no serán mera invención del subconsciente?
Tengo un recuerdo que me ha acompañado desde que tengo uso de razón. En él tendría cuatro o cinco años. Me encontraba caminando en un campo de ciruelas. El cielo era rojizo. Las hojas, naranjas y secas, bañaban el suelo. En el camino se podían ver ciruelas maduras que habían caído de las ramas. El viento era fresco, y su dulce susurro resonaba por el lugar. Puedo escuchar el crujir de las hojas con cada pisada. Puedo oler el viento otoñal, ver cómo movía las ramas de los árboles hasta desprender sus hojas. Caían despacio, como si buscaran acariciar el suelo. Todo el panorama era como una fotografía espontánea, tomada en el momento perfecto.
Crecí creyendo que era real. Pero entrado ya en la adultez, tuve el deseo de visitar aquel precioso campo, y le pregunté a mi madre por él. Su rostro fue la viva representación de la confusión. Tal vez fue un sueño, uno tan hermoso que quedó grabado en mi memoria. Aún hoy día, si cierro los ojos, puedo volver a aquel campo de ciruelas. Pero, ¿si un recuerdo es falso, los sentimientos que evoca también lo son? Si eso es así, ¿hasta qué punto un sentimiento asociado a un recuerdo es real?
Si hurgo en el cajón polvoriento de mi memoria en busca del amor, vislumbro un momento borroso de primaria: un beso inocente, escondido bajo el pupitre, compartido con una niña rubia. El tiempo bautizaría a esa niña con el nombre de «Camila».
Ese nombre, Camila, es la representación de un fantasma. Me hace pensar en esa niña que fue mi primer amor, el cual nunca resultó. Me transporta a los momentos donde intercambiamos tímidas sonrisas y miradas, con mensajes que ninguno supo descifrar. Me veo sentado en la terraza, sintiendo la más genuina felicidad al verla pasear junto a su hermana mayor. Recuerdo cómo, al estar en mi presencia, cuchicheaba con sus amigas, y al mirarnos, sus pálidas mejillas se tornaban rojas, y mis orejas ardían.
Su recuerdo me resulta hermoso, una flor del amor inocente, pero también me entristece. Porque no sé si esa Camila que mi mente atesora existió. No puedo recordar su voz, no puedo recordar el color de sus ojos. ¿Eran claros como los de su hermana? Tal vez; su rostro siempre está borroso. Con los años ese nombre mutó; se volvió un ente en sí, y devoró a aquella niña encantadora de mi infancia. De esa manera, cualquier rostro, cualquier mujer, puede ser «Camila».
Una vez, cuando tenía dieciséis años, visité mi antiguo barrio. No había cambiado en nada, salvo que ahora, al llover, ya no se desbordaba el arroyo. Me encontraba sentado en el murito de la terraza, en donde tantas veces había visto pasear a Camila. Me sumergí en un mar de reminiscencias al ver las calles polvorientas, las casas, el parqueadero en donde tantas veces había jugado. Fue entonces cuando, me encontraba en lo más profundo de aquel ensueño, que una mano me jaló bruscamente hacia la superficie. Una joven que pasaba frente a mí, despacio alzó su mano y acarició mi barbilla. Me quedé estupefacto por su atrevimiento. Mientras la miraba alejarse, no podía evitar mirar el brillo dorado de su cabello trenzado, y un pensamiento resonaba con fuerza en mi cabeza: «Yo la conozco… ¿pero de dónde?».
No fue hasta que, instantes antes de cruzar la esquina, ella girara su rostro sonriente para mirarme, que tuve mi revelación. Fue como si un volcán hubiera erupcionado en la isla de la memoria: esa era Camila, la real, la que en mi cabeza había tenido muchos rostros y muchas voces, la que se había vuelto la representación de mi amor infantil. Me sentí eufórico, y tuve que sostenerme del murito porque era como si mi cuerpo empezara a flotar.
Fue la última vez que la vi. Cuando crucé la esquina ya no había rastro de ella. Confiado, decidí que quería hablar con ella y fui directo a su casa. Pero al llegar, no había rastro de Camila. Me atendió un anciano que me comunicó que la casa la habían vendido hace tiempo, y no supo decirme adónde se habían mudado los antiguos propietarios. Estuve unos minutos caminando las calles de tierra, mirando de un lado para el otro con la esperanza de encontrarla, pasé por la cancha de tierra, el colegio, crucé el puente del arroyo, pero por más que busqué fue en vano. Nunca he vuelto a verla. Y el tiempo se ha encargado de volver a difuminar su rostro; de esa manera, cualquiera puede ser «Camila».
Ese nombre es el símbolo del amor infantil e inocente. Un amor puro que desconoce el dolor. Pero, ¿hasta qué punto esos recuerdos y sentimientos son verdad, cuando no puedo garantizar que esa mujer realmente se llamara Camila, ni tampoco puedo aseverar su existencia?