Historias que caben en el bolsillo

El hombre caimán

Las aguas cristalinas del río Magdalena resplandecían.

Todas las mañanas, motivado por un profundo deseo, el viejo bajaba al río. Sabía que al ir horas previas al mediodía, encontraría a las mujeres del pueblo bañándose en sus aguas.

Las copas de los árboles brillaban bajo los rayos del sol.

Bajando por el camino al río, el viejo escuchó el fluir del agua, el viento le trajo la risa de las mujeres. Sonidos que, como hierba seca en una fogata, avivaban el fuego de su pasión. La contemplación del cuerpo femenino.

Más que la desnudez en sí, lo que le resultaba realmente atrayente era sentir que trasgredía la intimidad. El hecho de hacer algo prohibido, y el no ser descubierto, era más excitante que presenciar la hermosa del cuerpo femenino.

Sin embargo, y a pesar de su pericia, una vez estuvo a punto de ser atrapado. Sintió como si su corazón latiera en su cabeza. Aquel temor lo motivó a visitar un brujo, quien le ofreció dos pociones:

—Con estas pociones nadie sospechará nada. Serás uno más con el paisaje. Cumplirás todas tus fantasías.

Y así, convencido que con la bendición y las ayudas mágicas nada podría salir mal, caminaba con una sonrisa hacia el río.

—Por aquí —susurró una voz.

Era su sobrino esperándolo oculto detrás de un gran arbusto. El viejo se escondió con él. Desde el escondite tenía una visión limitada de las mujeres en el río. Podía observar los bellos rostros y las oscuras cabelleras. Una de ellas se puso en pie; gotas de agua destellaban sobre su cuerpo. El viejo apreció el contorno de su pecho y la dulzura de los hombros femeninos. Pero no podía ver nada más. Aquella breve visión fue solo un pétalo más en el jardín de sus deseos.

—Tio, ¿qué se supone que tengo que hacer? —dijo el joven, con preocupación—. No quiero meterme en problemas.

—Voy a tomarme esta pócima —susurró el viejo—. Todo lo que tienes que hacer es darme la cura. Vuelve cuando las mujeres hayan regresado al pueblo.

—¿La cura? Pero ¿en qué te vas a convertir? —preguntó con nerviosismo, mientras observaba las pócimas en sus manos. Un líquido blanquecino, como hecho de escarcha, brillaba en su interior.

—No sé. Por eso estás aquí.

Y, terminando estas palabras, el viejo se tomó la pócima. La naturaleza lo envolvió, como abraza a la oruga que se convierte en mariposa, pero él no mutó en una mariposa, tampoco se volvió una bella flor, sino en un caimán. Preso del asombro, el joven dejó caer la poción con la cura y, al estrellarse contra el suelo, algunas gotas salpicaron la cabeza del caimán.

Aterrado por lo que estaba frente a sus ojos, el joven corrió despavorido, y su grito alertó a las mujeres que se bañaban tranquilas en el río. Éstas, al ver lo que se había metido en las aguas huyeron gritando:

—¡Corran, es un monstruo!

—¡Un demonio!

—¡Un hombre caimán!

Las aguas cristalinas del río Magdalena resplandecían.




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