Historias que caben en el bolsillo

Un poquito de magia natural

Aquella tarde fresca de marzo, nos reunimos en la cancha de tierra del barrio para jugar fútbol. Era fin de semana, alrededor de las cuatro. Cerca de una de las porterías, el suelo estaba cubierto por los pétalos violáceos que la suave brisa desprendía de la jacaranda. Los mangos estaban en flor. El picó de la esquina emitía salsa romántica a todo volumen.

Siempre jugaba de defensa central. Tenía fama de ser un muro infranqueable pese a mi escuálido aspecto y, cuando el partido era considerado importante, los chicos del barrio me buscaban a casa. Sin embargo, solo era bueno en mi papel como defensor. Si intentaba una posición como delantero o mediocampista, era un equipo con un jugador menos. Era malo regateando con el balón y tenía pésima puntería.

Aquel día apostamos diez mil pesos, cantidad considerable para niños de trece y quince años. Todos eran animales salvajes que corrían detrás de un balón. Fueron incontables las patadas y empujones que recibí. Yo contenía mi disgusto ante la brusquedad de los jugadores, me mantenía firme en mi posición y, con los que consideraba que se estaban propasando, jugaba contra ellos con más firmeza. Pero yo siempre buscaba evitar el juego agresivo.

En algún momento alguien me dio un fuerte empujón y salí disparado al suelo, me raspé la palma de la mano derecha. Me levanté deprisa y, con la visión nublada por el enfado, lancé un puñetazo que rozó el rostro de un chico. Sin embargo, no impactó. Mi amigo W. había actuado rápido y me había contenido.

—Calma, calma —me decía W. Pero el enfado hacía hervir mis venas y su voz se evaporaba al tocar mis oídos. Enojado le decía a quien me empujó:

—¡Te estoy diciendo desde hace rato que dejes la vaina! Me vuelves a dar otro empujón y no respondo. ¡A la siguiente te parto la cara!

Mientras yo vociferaba aquellas palabras, él me miraba con ojos de perro asustado.

Rememorando aquel incidente, recordé que aquel joven no era problemático y yo tampoco. No puedo decir que fuéramos amigos, pero sí teníamos una relación cordial. Nos unía especialmente el hecho de estar enamorados de unas hermanas. Él era un año menor que yo y vivía frente a la cancha; las hermanas vivían a dos casas de la de él. Recuerdo que nos sentábamos en la terraza, donde conversábamos y esperábamos verlas. No se nos ocurría hablar con ellas, el nerviosismo se apoderaba de nosotros cuando estaban cerca y, cuando ellas se percataban de nuestras miradas y nuestros ojos se encontraban y nos sonreían, nos invadía una fuerte vergüenza. Para mí era suficiente con mirar a aquella chica morena; sentía amor con solo verla. Pero aquel altercado infantil marcó el inicio del deterioro. Aunque no se llegó a los golpes, algo se quebró en la amistad creciente entre nosotros y las conversaciones en la terraza terminaron, las sonrisas compartidas desaparecieron, todo se diluyó como la espuma del mar al llegar a la orilla.

Después de vociferar mi enfado, en donde aquel chico no mencionó palabra alguna, las aguas se calmaron, pero las nubes tormentosas aún se encontraban en el horizonte.

—Vale, todo bien —dijo alguien.

—Sí, todo bien —respondió otro—. Sigamos, aquí no ha pasado nada.

Cuando estábamos retomando nuestras posiciones, alguien exclamó:

—¡Ey, Miren! —Y señaló a una de las porterías.

Tres hojas secas levitaban. Luego, se alzaron con lentitud los pétalos violáceos de la jacaranda. Nos quedamos hipnotizados, observando con una mezcla de asombro y miedo aquel desconocido fenómeno. Poco a poco, ese conjunto empezó a girar, levantando el polvo de la cancha, y avanzó hacia el otro extremo. Se había formado un pequeño torbellino, de unos cuarenta o cincuenta centímetros. Era precioso contemplar su movimiento. Al alcanzar la portería contraria, se deshizo al chocar contra la malla, esparciendo los pétalos en el suelo. Y toda la tensión que existía entre nosotros se desvaneció como lo hizo aquel efímero remolino de flores.




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